domingo, 27 de junio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XVI

Cuando llegamos a Varadero, todo lo que habíamos vivido días atrás cambió radicalmente. Las palmeras en la playa, la arena y el agua del Caribe dieron vida a esos grabados que se exhiben en los hoteles y restaurantes de lujo como referencia del paraíso. Entonces no existían grandes hoteles porque la industria turística estaba comenzando a desarrollarse y la naturaleza mantenía casi intacta su virginidad. Pero lo que me produjo una especial fijación fueron los pelícanos que sobrevolaban las olas pescando o correteando y apareándose en la orilla. Nunca los había visto en vivo hasta ese momento, y, sentando en la arena, dediqué muchas horas a su observación, con la idea de impregnarme para siempre de aquel lugar tan idílico.

Por la mañana, ya vestidos con ropa de playa y dispuestos a pasar aquellos días como unos auténticos veraneantes, nos encontramos en los jardines del hotel con un hombre que caminaba solo tocando el charango y cantando para sí mismo plácidamente. Al cruzarnos con él nos saludamos sonriendo y nos preguntó si éramos españoles, dijimos que sí, y él dijo: Yo soy canario. ¿De dónde sois? volvió a preguntar, y le respondimos que andaluces. ¡Ay, andaluces! Exclamó, y empezó a hacer los primeros acordes de una sevillana. “Cuba es la felicidad”, nos dijo; que tengáis un buen día. Aquel músico feliz y cordial, con aire de patricio romano, lo pudimos identificar más tarde como Elfidio Alonso, el creador y alma de Los Sabandeños.

Pasamos todo el día en la playa bañándonos, tomando el sol y disfrutando de los cocos con el sorbete, verdadero descubrimiento que suscitó de paso una cascada de ingeniosos comentarios sobre sus supuestas propiedades. En realidad, lo de los cocos era más una escenificación divertida que un verdadero placer, porque eran incómodos de sostener y tampoco me parecían tan deliciosos, pero eso dependería de los ingredientes que se utilizaran, y, por supuesto, de los gustos de cada uno. Aún así, el primer día cayeron en mi haber unos cuantos. Mi parte de mojitos, daiquirís y algún cuba libre con tropicola, no me los quitó nadie durante los días que llevaba en la Isla y todo marchó correctamente. Pero aquellos cocos me produjeron un desajuste intestinal que me mantuvo casi toda la noche en vela y bastante preocupado, por lo que a la mañana siguiente, a primera hora, salimos en busca de un consultorio médico.


viernes, 25 de junio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XV


Lina nos sorprendió diciendo que tenía sangre española muy próxima y nos provocó una mayor expectación aún, cuando dijo que su padre era de Cádiz y que llegó a La Habana en los años treinta como persona de confianza del torero Luis Mazzantini. Todo parecía indicar que Lina tenía una vida más intensa y rica de lo que, en un principio, habíamos previsto identificándola exclusivamente como una guía oficial encargada de controlarnos. Pero, de todas formas, había cierta incoherencia en lo que nos contó de su vida laboral porque la edad que aparentaba no coincidía con su situación de profesora jubilada, lo que inducía a pensar que la vida de nuestra guía se estaba convirtiendo en un enigma, que iría resolviéndose a lo largo del viaje.

Por sus palabras supimos que su padre se enamoró perdidamente de su madre Catalina durante su estancia en La Habana y que se quedó en Cuba para casarse con ella. Dijo que su padre fue feliz en Cuba, pero que sus referencias a España eran tan vivas y constantes que le había prometido a su madre que un día la llevaría a conocer Cádiz, Sevilla y toda Andalucía. Pero por desgracia no pudo cumplir aquella promesa porque murió muy joven. Recordaba que su madre, a pesar del dolor por su desaparición tan prematura, nunca mostró abatimiento porque lo continuó sintiendo, hasta el extremo de iluminársele la cara cuando lo mencionaba; cosa que hacía permanentemente hasta que el tiempo fue venciendo su memoria. Y al referirse a su ilusión por conocer España, su madre decía que, aunque se le presentara la oportunidad, nunca la visitaría sola porque prefería seguir recordando las imágenes que tenía de Cádiz, Sanlúcar, El Puerto o Jerez tal como él se las había descrito repetidamente con emocionadas y ricas palabras.

También dijo que guardaba de su padre, con mucha ternura, algunas pertenencias de su época de torero: una camisa, unas zapatillas con lazos de raso que habían pertenecido a Juan Belmonte y unos gemelos de oro grabados con la Virgen del Rosario; Patrona de Cádiz. De forma anecdótica comentó, con una sonrisa llena de melancolía, que su padre calzaba el mismo número que el genial torero y que él siempre hacía referencia a eso porque le enorgullecía sobremanera, y llevaba a gala como un gran privilegio, que el maestro se las hubiera obsequiado.

No podíamos desviar la atención de la historia que nos contó Lina, y yo menos que ninguno, debido a que también heredé de mi padre la afición taurina; confieso que sentí una especie de encantamiento al tener conocimiento de aquellos objetos tan inestimables que ella conservaba. Entonces, con un impulso de consentido optimismo, Lina dijo: “Cada toro tiene su lidia y nada se asemeja más a la vida que esto”. ¿No es así? Y continuó su discurso comentando que en La Habana se habían celebrado corridas hasta ya entrados los años cuarenta, y que ella tenía un vago recuerdo de haber asistido a una con su padre, siendo aún muy pequeña, pero que ya entonces en Cuba no se mataban a los toros en la plaza.

Así pasamos lo que quedaba de viaje hasta nuestro destino hablando de la fiesta de los toros con ella, que preguntaba con verdadero interés por todo lo que rodeaba ese universo: los vestidos, las suertes, el lenguaje, la mirada de los toreros, y también de la pérdida del diestro Francisco Rivera y del destino que les esperaba ahora a su viuda y a sus hijos.

martes, 22 de junio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XIV


Después del desayuno recogimos las pertenencias y volvimos al autobús que nos llevaría a la provincia de Matanzas donde pasaríamos unos días en la playa de Varadero. Era habitual al comenzar los desplazamientos, que la gente permaneciera callada pensando cada uno en sus cosas, hablando en voz baja con su pareja o simplemente mirando el hermoso paisaje que teníamos delante; hasta que en un momento dado comenzó a calentar el ambiente un simpático colombiano asentado en Madrid, que era el encargado de amenizar los viajes motivándonos a cantar rancheras y las canciones de siempre.

Lina, que también ayudaba a alegrar el viaje se sentó junto a nosotros y compartimos con ella un agradable y muy interesante rato al margen de cuestiones políticas. Comenzó a interesarse por la vida en España y dijo que seguía muy de cerca todo lo que acontecía en nuestro país. Tal vez animada por aquel ambiente descargado y divertido, sacó del bolso de repente una conocida revista de sociedad que le había regalado alguien del grupo. Y por la manera tan expresiva con la que Lina sacó aquella revista de sus pertenencias revelaba que para ella era como un pequeño tesoro.

Las revistas de aquella época, como Cambio 16 o Interviú, que trataban temas políticos o combinaban desnudos eran requisadas en el aeropuerto, con la garantía de la policía de aduanas de que podían reclamarse al salir del país; lo que desde luego casi nadie hacia. El ejemplar que acariciaba entre sus manos, Lina era un número de la revista “¡Hola!” dedicado en exclusiva a la vida del matador de toros Francisco Rivera “Paquirri” que hacía sólo tres meses que había fallecido, y con una foto de portada de su joven viuda vestida de negro y el rostro marcado por la desgracia.

Aquella trágica historia de amor entre el torero y la cantante que había conmocionado a una buena parte de la sociedad española de la época, absorbía la memoria afectiva de Lina, a quién en más de una ocasión, se le perdía la mirada dentro de sí misma sin poder evitar que un intenso brillo humedeciera sus profundos ojos.

viernes, 18 de junio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XIII


Al día siguiente por la mañana, antes del desayuno, me encontré con el profesor catalán en el patio del hotel. Me pareció verlo un tanto intranquilo, como si tuviera la necesidad de compartir algo. Después de intercambiar con él unas palabras de aproximación, salió a colación la charla de la noche anterior durante la cena y la postura que había tenido Lina al exponernos aquellas reflexiones. Pero por el modo en que se desenvolvía, paseando con las manos en los bolsillos y girando de cuando en cuando sobre sí mismo con un semblante entre calculador y pensativo, me pareció como si tuviera la necesidad de contar algo que no se atrevía a compartir. Al poco, se nos unieron un par de compañeros más, hicimos un pequeño corro y la charla derivó en asuntos más triviales, como suele suceder en estos casos. Hasta que, inopinadamente, el profesor catalán susurró: “He pasado la noche con la chica de Pinar del Río”.

El profesor catalán era un hombre de mediana edad, cercano a los cincuenta años, por lo general comedido y poco hablador. No era ni alto ni bajo, lucía una barba poco poblada y usaba unas gafas que le ayudaban a disipar la timidez; por sus formas podía pasar desapercibido. Pero a éste hombre de apariencia corriente le había ocurrido algo extraordinario, y tenía la necesidad de compartirlo. La noticia dio paso a las felicitaciones de rigor, que el profesor recibió con cierto agrado, aunque sin llegar a mostrar abiertamente ningún signo de autocomplacencia. No, eran sin duda otros los pensamientos que rondaban por su cabeza. Y yo, en principio, lo achaqué a que aquella inesperada aventura lo tenía, por decirlo así, un poco trastornado.

De cualquier forma, su estado de nerviosismo nos pareció a todos absolutamente comprensible. Cualquiera en sus circunstancias hubiera ido saltando por los tejados, de casa en casa, hasta llegar a La Habana. Y más para un hombre recién divorciado, que se había unido a un grupo de jóvenes parejas en su viaje de novios. Tal vez por eso nos sorprendió aún más conocer la verdadera causa de su inquietud. Al parecer, el origen de su angustia radicaba en el hecho de que aquella hermosa mujer sólo le había pedido que le regalara unos pantalones americanos.

Puede que al profesor le pareciera insignificante el precio de aquella petición, y que eso dañara su autoestima. O tal vez se sintiera culpable por aprovecharse de la situación. Nosotros desconocíamos el preámbulo y las condiciones en las que se materializó aquella relación, pero no tuvimos dudas sobre qué parte consumó la seducción. En aquellos años, el valor de unos jeans en Cuba trascendía el precio de la prenda misma para convertirse en ese tipo de objetos simbólicos que reflejan el sueño imposible, los anhelos de mejora de una chica normal. Y, por extensión, de todo un país.

Después de compartir con el profesor catalán nuestras opiniones sobre aquella inesperada aventura, su actitud comenzó a ser más relajada, como si se hubiera reconciliado consigo mismo, y nos dirigimos al comedor donde nos encontramos con nuestras respectivas parejas para desayunar. Allí nos esperaban Lina y su joven compañera en Pinar del Río, que se despidió definitivamente de nosotros.

domingo, 6 de junio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XII


Regresamos al hotel con el tiempo justo para asearnos y volver con el resto del grupo para cenar en el restaurante donde nos esperaba, Lina y su compañera de trabajo. Durante la cena, no dejamos de intercambiar impresiones sobre las experiencias de aquella tarde y los lugares que habíamos visitado. Recuerdo que alguien comentó, con un tono entre conmiserativo y censurable, que los niños en la calle pidieran chicles a los turistas. Y este hecho le ocasionaba cierto desasosiego por no poder satisfacerlos con una cosa de tan poco valor. Sobre éste asunto eran generalizadas las valoraciones que se hicieron sobre las dificultades con las que se vivía en la Isla, y las muestras de sentimientos encontrados por no saber determinar, si el nivel de vida se debía al régimen comunista o a que Cuba era un país muy pobre. Seguramente, sin que nadie lo manifestara abiertamente, creo que ganaba más peso la primera opción, a pesar de que era muy difícil conocer desde fuera la realidad de la Isla, y sobre todo, si se comparaba con el nivel de vida en nuestro país.

Al finalizar la cena, Lina se dirigió a todo el grupo sin levantarse de la mesa, y en un tono claro y reposado dijo que había estado escuchando las lamentaciones por la escasez de medios y, en concreto, que los niños no pudieran disfrutar de unos caramelos, como les gustaría, siendo Cuba un país productor de azúcar. Ella lo argumentó en la necesidad de tener que vender los escasos recursos naturales que tenían, y dijo que no podían disponer de maquinaria y materias primas para fabricar chicles, porque antes debían atender la fabricación de pan y de otros alimentos. Pero que en Cuba nadie se acostaba sin comer, nadie moría por falta de asistencia médica y por las mañanas todos los niños se levantaban para ir al colegio.

Las reflexiones de Lina tenían todo el peso de la razón en lo concerniente a una gestión racional de los recursos naturales del país, y despejaba las dudas sobre el consumo de productos de primera necesidad y otros que no lo eran tanto. Me pareció que todo el mundo tomó conciencia de lo que ella dijo, en cuanto a los fundamentos que sustentan la igualdad en un país con una riqueza natural muy limitada y con el bloqueo comercial al que le tenía sometido los Estados Unidos, y, también, porque eran argumentos humanamente incontestables. Pero, se podía intuir en los presentes, una muda disconformidad porque quedaban fuera otros parámetros, que eran igualmente fundamentales para medir la justicia y el bienestar de la gente como la libertad. Sobre todo eso, se presentaría la oportunidad de dialogar con Lina, más adelante.

Quedaba claro que ir de viaje a Cuba no era lo mismo que hacerlo, por ejemplo: a la India, de donde se suele volver contando hechizado, lo positivo que tiene conocer las necesidades de la población para valorar positivamente lo que se posee; descansando en el misticismo, la religión o lo inconmensurable, las connotaciones de índole social y política. Con Cuba era distinto, porque a los españoles nos unían con ellos muchas cosas y el nivel de acercamiento y de apreciación tenía una mayor sentimentalidad y énfasis que el que se podía tener con cualquier otro país que no fuera de nuestra cultura hispana. Era cosa de aquellos tiempos, pero la experiencia estaba siendo muy instructiva y poco usual durante una luna de miel en un país tropical.

miércoles, 2 de junio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XI


Nos encontrábamos en medio de la calle de un barrio a las afueras de la ciudad, y alejados por tanto del circuito turístico, lo que nos ofrecía una percepción distinta del lugar y de sus habitantes. Sin prisas, mantuvimos con este cubano templado un cordial intercambio de preguntas y respuestas con las que satisfacíamos la curiosidad por conocernos. Al despedirnos, hice con él un aparte para mostrarle mi gratitud con un pequeño regalo, y dadas las circunstancias, hacerlo con algo más que palabras. Me dijo que estaba bien, que se lo diera a su hijo, aquél niño que le había ayudado entusiasmado a traer las herramientas y que tan dispuesto aprendía de la reparación que hizo su padre. Saqué del bolsillo el dinero que llevaba en billetes de dólares y pesos cubanos y le ofrecí uno de dólares americanos que cogió mostrando una irreprimible satisfacción. “Se lo dará a la madre”, dijo el hombre. Aunque la cantidad que le ofrecí no era nada importante, pude imaginarme la cara orgullosa del hijo presumiendo de aquél billete ante su madre y sus amigos. Una vez más nos dimos las gracias y nos despedimos con un apretón de manos.

El verdadero valor del dinero lo tenía en Cuba el dólar americano porque con él se podían comprar productos vetados a la moneda local. Además, el cambio de dólares a pesos en el mercado negro, a veces triplicaba el que tenía establecido el mercado oficial. Pero, al margen de su valor económico, aquellos billetes de color rojo anaranjado grabados con la mítica imagen de Ernesto “Che” Guevara, tenían para mí un valor sentimental del que carecían los dólares, y me seducía más mantenerlos a buen recaudo en los bolsillos.

Años después me he ido encontrado, de vez en cuando, alguno de esos billetes con la imagen del “Che” que usé como marca páginas y quedaron olvidados en el interior de ciertos libros. Y en esas ocasiones, siempre he notado en el estómago el calor que desprenden las emociones para ayudarnos a sentir de nuevo el profundo latido de las experiencias vividas. Esos recuerdos que, no importan los años que transcurran, siempre nos roban una sonrisa y ocupan un lugar en el jardín de la memoria donde mejor descansan los pensamientos.