jueves, 26 de agosto de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXV


Lo ocurrido con el cubano tenía la trascendencia que tienen los gestos cuando éstos, por sí mismos, superan a las palabras y dejan sin valor cualquier argumento. Lo sucedido conmovió sensiblemente a todo el grupo, y nos hizo reflexionar sobre las limitaciones a la libertad individual que existía en Cuba.  

Los acontecimientos no dejaban de sucederse unos a otros y las sorpresas tampoco. Terminado el almuerzo, todos los que compartíamos la mesa nos dirigimos a la terraza del hotel. Allí, con el mar a la vista entre mojitos y cuba libres, comenzamos distendidamente a comentar lo que cada uno pensaba sobre la experiencia que habíamos vivido con Lina y el cubano. La sobremesa se fue alargando, y el efecto del ron comenzó a ejercer su influencia incrementando  la confianza entre nosotros. Cada pareja relató  las anécdotas de sus respectivas bodas y los pormenores de los traslados desde los distintos puntos de origen de cada uno. Unos compañeros vascos contaron el contratiempo que tuvieron en Madrid por la pérdida del equipaje, viéndose en la tesitura de coger el avión con lo puesto o por el contrario perder el vuelo.  Por lo que nada más llegar a Cuba, tuvieron que hacerse con todo lo imprescindible. Aquello, que debió ser como mínimo desesperante, lo contaban con una calma asombrosa. No sé si sería porque eran de Bilbao o porque, en estos casos, o te la tomas con buen humor o te hundes por la impotencia. En un escenario así, cuenta mucho no perder los nervios, pero desde luego, debieron pasar lo suyo.    

El intercambio de experiencias sobre las celebraciones y los acontecimientos divertidos de la noche de boda se fue extendiendo y, en un ambiente más familiar, comenzamos a hablar de nuestras experiencias personales. Entonces Miguel, uno de los compañeros de viaje, contó con una necesidad imperiosa, que se había casado por la Iglesia presionado por la familia de su mujer. Y aquello, que le salió del alma, dio lugar a un intercambio de indirectas entre la pareja sin mayores sobresaltos. Pero Miguel, que se había tomado unos mojitos de más, se fue calentando y dijo sin contemplaciones que estaba cansado de aparentar una relación, que por la inercia y los vínculos familiares,  le había llevado a casarse sin estar convencido y además por la iglesia. En aquellos años lo de casarse por la iglesia o por lo civil no era una asunto menor, ya que para la gente de nuestra generación tenía su importancia y era observado como una referencia notable con connotaciones sociales y políticas que indicaban, con un gran margen de error, por dónde se caminaba en cuestiones de valores y creencias. Tan mal visto estaba casarse por lo civil como por la iglesia; dependiendo del frente donde se situara el acontecimiento. Y continuó diciendo que sus preferencias nunca eran tomadas en cuenta. Que lo único que había conseguido era el viaje a Cuba, no sin haber tenido una fuerte discrepancia con su mujer y sus suegros, que eran los que habían costeado el viaje. Pero dijo que les obligó, amenazándoles con no casarse, si no cambiaban los planes que tenían previsto para ellos de pasar la luna de miel en París o en Venecia. Estefanía, su mujer, no dando crédito a todo lo que estaba escuchando cayó en una profunda tristeza y rompió a llorar desconsoladamente. Entonces, Miguel se levantó de su asiento y pidiendo que lo disculpáramos por haber provocado aquella situación, dijo que se marchaba, dejando claro que no pensaba continuar el viaje.

Al ver que se iba solo, y que parecía dispuesto a lo que fuera, los hombres decidimos irnos detrás de él y las mujeres se quedaron arropando a Estefanía. Estuvimos caminando un rato por las calles de Varadero sin decir nada, hasta que rompimos el hielo diciéndole que esas cosas pasan, que todo se arreglaría y etcétera, los argumentos que se suelen utilizar para quitarle hierro a un asunto tan delicado. Pero Miguel, lamentándose de nuevo por habernos hecho partícipes de una cosa tan privada, volvió a repetir que no pensaba continuar el viaje; que quería quedarse solo. La caminata fue rebajando la tensión y al final le convencimos para que volviera al hotel junto a su esposa y reposadamente pudieran reconducir la situación, a lo que él respondió diciendo que eso era precisamente lo que estaba haciendo: reconduciendo la situación.

Llegamos de vuelta al hotel y volvimos a juntarnos de nuevo, aunque manteniendo físicamente la división entre hombres y mujeres. Pedimos un café y, cuando se normalizó la situación, nos fuimos despidiendo para irnos a nuestras respectivas habitaciones. Dejamos a la pareja solos en la Terraza, con la confianza puesta en que harían lo mismo que nosotros una vez serenados los ánimos. Ya no volveríamos a encontrarnos con ellos hasta el día siguiente. Que teníamos previsto salir de Varadero con destino al aeropuerto de La Habana,  para coger el avión que nos llevaría a Santiago de Cuba.   

jueves, 19 de agosto de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXIV





Durante la comida, en un momento determinado, no sé por qué me vino a la memoria cuando cogimos en Madrid el avión que cruzaría el Atlántico con destino a La Habana. Quedándome por delante muchas horas de vuelo para repasar mentalmente las imágenes, y el ideario revolucionario de aquellos héroes vestidos de verde olivo. Que abrieron las ventanas de la esperanza a millones de personas en todo el mundo y, especialmente, en los países subdesarrollados. En mi caso, como en el de tanta gente, la razón de los explotados, los frágiles y los desheredados era absorbida por cada poro de la piel generando una fuerza colosal que llenaba de vida y pasión las creencias de aquellos días; con la certeza de que jugar en ese campo era hacerlo del lado de la justicia y de la libertad.

Sin embargo, lo que ocurrió con el cubano en el restaurante, dibujó una frontera en mi territorio íntimo, poniendo a un lado el derecho a la libre determinación como expresión de la voluntad de los individuos, y de otro los valores de la revolución que yo tenía idealizados. También fue una seria advertencia, que me hizo pensar si debía limitarme a observar y pasar de puntillas sobre determinados asuntos, sin intromisión en las reglas del juego. Y vivir la experiencia del viaje, como un mero espectador, impermeable a las circunstancias y a las relaciones personales con los cubanos. Pero sitiarme era una empresa casi imposible debido al empuje de la edad y al afán por conocer la realidad de un país que en aquellos años era una alegoría de la lucha por la justicia social en América Latina. Donde luchaban por deshacerse de regímenes opresores dirigidos por criminales y déspotas con el amparo y la asistencia directa de los Estados Unidos y sus multinacionales. Y esos eran argumentos que tenían mucho peso.

«Gracias a los norteamericanos y a los países aliados la humanidad pudo librase de la bestialidad del nazismo. Este hecho histórico, nunca fue justamente valorado por la mayoría de los españoles por razones que tienen su origen más reciente en la Guerra Civil y en la no participación de España en la Segunda Guerra Mundial. Nuestra guerra la provocaron y la ganaron con la ayuda de Alemania e Italia las fuerzas conservadoras del “nacional-catolicismo”. Que se sublevaron contra la República Española, en rebeldía, contra una legislación que restringía o anulaba sus privilegios, y para atacar y destruir los avances sociales ya logrados. Como escribe en su Historia de la Guerra Civil Española un militar leal y avanzado, el General Vicente Rojo: “Conservadoras de todo, hasta del analfabetismo y miserias seculares de su pueblo”. Por lo que a media España le era indiferente, o como mínimo inquietante, la victoria aliada contra estos países nazi-fascista. Y la otra media porque había sido derrotada doblemente: Primero porque la República Española no recibió de los países democráticos la ayuda que merecía para defenderse de la voracidad franquista y segundo porque después de ganada la guerra mundial, los aliados no hicieron nada para volver a instaurar un régimen democrático en España. Además, los EE.UU. no tardaron en apoyar la dictadura militar, y asentaron en nuestro territorio varias bases militares. No eran éstas las únicas referencias negativas, que teníamos en la memoria los españoles, de los EE.UU. Unos años atrás, en 1898 el año del desastre, España perdió Cuba. Ese fatídico año se celebró en Madrid una corrida de toros para apoyar y recaudar fondos para la guerra. Y, contaban las crónicas de la época, que los espadas participantes provocaron con sus brindis el entusiasmo del público que enardecido llenaba la Plaza. El diestro Guerrita en su brindis dijo: “¡Brindo al Presidente y a sus compañeros, con el deseo de que el toro se transforme ahora en yanqui!”, y Mazzantini, el segundo diestro de la terna, no se quedó atrás a la hora de hacer el suyo: “¡Que todo el dinero recaudado en esta corrida se gaste en dinamita para romper en mil pedazos aquel país de aventureros llamado Estados Unidos!”. Con estos antecedentes, todavía en 1985  “los americanos” en particular, si no eran nuestros enemigos tampoco es que fueran considerados camaradas. Aún no había caído el muro de Berlín y las fronteras estaban bien delimitadas entre buenos y malos por ambos lados. El encuentro con la inexorable realidad de la experiencia comunista en la Unión Soviética aún no se había producido y Cuba estaba ahí resistiendo el acoso y el estrangulamiento al que le tenían sometidos sus vecinos del norte. En aquellos días el resquemor  “antiamericano” reinaba mucho más allá de nuestro entorno. »

Con la revolución en Cuba habían sufrido los EE.UU. un fuerte revés que alteró el estatus al que siempre habían estado sometidos todos los países de la América Hispana. También habían fracasado en todos sus intentos de derrocar al régimen cubano, y la única estrategia en la que pusieron todas sus esperanzas, de darle un giro a la situación, fue la del aislamiento a través del bloqueo comercial.  Una maniobra política vana y contraproducente, como se ha encargado el tiempo de demostrar, después de más de cincuenta años de vigencia del sistema. No obstante, había países democráticos  que no tenían la misma visión que los norteamericanos como: Canadá y algunos países europeos, que jugaban un papel intermedio de cierto apoyo a Cuba, en determinadas circunstancias, sin que se llegara por ello a enturbiar demasiado las relaciones con los EE.UU. Recuerdo que unos años antes, la llegada de Jimmy Carter a la Casa Blanca en 1977 ayudó a flexibilizar, en parte, la actitud y la percepción que tenían los norteamericanos de los problemas reales de aquella zona que era considerada como su patio trasero. Lo que, de alguna manera, ayudó al triunfo al triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua dos años más tarde, sin que se produjera una intervención militar por su parte.

Y qué decir de nuestro país, que aquel año de 1985 íbamos a cumplir casi una década de vida democrática después de más de cuarenta años de dictadura. Por aquel entonces la Revolución Cubana, con toda su iconografía –Y el peso moral del Presidente Salvador Allende, que pagó con su vida la dignidad y legitimidad de su cargo antes que rendirse al golpe militar en Chile – todavía mantenía muy vivos los utópicos anhelos y el aprecio de una parte importante de la población entre la que yo me encontraba.

Pero, a partir de aquél incidente en el restaurante del hotel, mi relación con Lina comenzó a enfriarse. Yo no volví a comentarle nada sobre lo ocurrido, y ella tampoco me haría ninguna referencia hasta un día antes de nuestra vuelta a España.

jueves, 12 de agosto de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXIII


Cuando llegué hasta él, le pedí que me acompañara diciéndole que quería darle una cosa. Se levantó del banco y me siguió hasta la habitación del hotel. Dentro de la habitación le dije que me esperara un momento, y comencé a buscar en la maleta el estuche con el bolígrafo que no encontraba por ninguna parte. Entonces le comenté lo que estaba buscando con la seguridad de que el estuche había llegado a Cuba con mis pertenencias. Aquello estimuló su curiosidad diciéndome reiteradamente que no me preocupara a la vez que preguntaba si no estaría en este lugar o en ese otro. Lo revolví todo buscándolo sin encontrar rastro alguno, hasta que caí en la cuenta de que el bolígrafo debió volar junto con la lencería el primer día de nuestra estancia en la Isla.

Mi intención de querer darle a este hombre un pequeño obsequio había quedado en manos del azar, que le procuraría un destino más incierto. El cubano, quedándose con la miel en los labios, no dijo nada, pero se le notaba por sus gestos que la suerte no había estado de su lado ese día. Entonces le pedí que volviera a acompañarme al restaurante con la intención de invitarle a comer con nosotros. Cuando llegamos a la puerta dudó en pasar, pero le insistí y aceptó. A punto de sentarse con el asentimiento de los compañeros que compartíamos la mesa, inesperadamente, apareció Lina y le dijo que le acompañara que quería hablar con él. Entonces el cubano, visiblemente inquieto, la siguió hasta la puerta y yo les seguí a los dos preguntándole a Lina por lo que ocurría. Cuando estábamos los tres fuera del restaurante, ella me dijo que no podía quedarse a comer con nosotros y al cubano le dijo que él sabía muy bien que aquello no lo podía hacer. Le respondí que no estábamos en un club privado con derecho de admisión, que le había invitado a comer y no había ninguna razón para que no pudiera hacerlo. Ella me dijo que entendía mi buena voluntad, pero que yo no sabía como se llevaban allí las cosas y que tenía que marcharse. Entonces le dije que independientemente de cómo se llevaran allí las cosas, aquello no tenía ninguna justificación. Pero, al ver el estado de nerviosismo del cubano, y, en previsión de que aquello pudiera convertirse en algo perjudicial para él, desistí y me volví, algo disgustado, a la mesa donde esperaban a que les contara lo que había sucedido. Como aquello sucedió a la vista del resto de comensales, todos hablaban de lo ocurrido en sus respectivas mesas en un ambiente enrarecido y silencioso. Poco después volvió Lina, se sentó a la mesa que compartía con otros compañeros del grupo, y todo fue cogiendo su pulso normal en un clima de aparente normalidad. 

No volví a saber más del cubano ni lo que Lina le diría después de marcharme. Pero, definitivamente, aquél no fue el mejor día para este buen hombre, que se pasó la jornada acompañando a gente de un lado a otro para terminar abroncado y sin el bolígrafo Parker con el que podría haber escrito alguno de sus cuentos y luego lo hubiera podido lucir orgulloso en el bolsillo de la camisa. 



jueves, 5 de agosto de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXII


Llegamos de vuelta al hotel y nos dirigimos directamente a la habitación rendidos por la intensidad con la que habíamos vivido la expedición al islote. Al día siguiente, domingo, no teníamos programada ninguna actividad y, después de un paseo por la playa, regresamos al hotel para relajarnos en la piscina, donde coincidimos con otros compañeros de viaje. Allí entablamos conversación con un cubano que llevaba largo rato sentado observándonos en uno de los bancos que rodeaban el recinto. Nos dijo que era profesor de inglés y que le gustaba pasar algunos de sus días libres allí, donde, a veces, podía practicar el idioma con los turistas de habla inglesa. También nos contó que tenía la afición de escribir cuentos para niños, pero que todavía no tenía nada publicado. Se trataba de una persona de unos cincuenta años, muy educado y prudente; a pesar de todo, no era muy locuaz y nos costó cierto trabajo sacarle unas palabras. Sin embargo, dado que nuestro mayor interés residía en el conocimiento de los pormenores de la vida en Cuba, procuramos iniciar un intercambio de información y derivamos la conversación hacia las dificultades que atravesaba la realidad española, más que nada para no caer en la pedantería de contarle cómo eran nuestras casas y el número de coches que teníamos por unidad familiar. Pero percibimos con claridad su alejamiento y la pérdida de interés al oír hablar de nuestros supuestos problemas económicos. Lo que él deseaba oír era justamente lo contrario.

Tal vez el conocimiento del alto nivel de vida de otros países pueda alimentar en los estados más  pobres un sentimiento generalizado de frustración, aunque esté teñida de estoicismo, como suele ocurrir cuando la pobreza y la inseguridad son sufridas sin esperanza. Ese no era el caso de Cuba, donde la energía vital, el ingenio, el coraje y la fuerza generada por un poderoso sentimiento de identidad nacional, me hacían pensar que en un régimen de libertades y a partir de los avances ya conseguidos, en poco tiempo, serían capaces de alcanzar un alto nivel de desarrollo. El caso es que este cubano, como la mayoría con los que  habíamos tenido la oportunidad de hablar hasta ese momento, tenía como principal objetivo conocer los bienes materiales que disfrutábamos en España. Así que una vez que asumimos este hecho, no tenía sentido discutir cuáles era mejores, si las bondades de la materia o las del espíritu, y procedimos a contestar sus preguntas sin impedirle la necesidad de soñar. ¿Significaba eso que eran estas personas intelectualmente débiles, poco comprometidas, insolidarias o contrarrevolucionarias? Seguro que no; como tuve la oportunidad de comprobar.

Las contadas relaciones a las que un turista corriente podía tener acceso, no eran representativas para evaluar del todo y objetivamente el nivel de satisfacción o de rechazo hacia una política que, al menos en teoría, propugnaba el reparto justo y solidario de la riqueza y las mismas oportunidades para todos sus ciudadanos; para eso hubiera hecho falta conocer también las opiniones de esa otra parte de la sociedad de mayor peso cualitativo, la que sostiene la estructura y le da cobertura moral e intelectual a un pueblo: los científicos y los poetas, los artistas, los funcionarios, los políticos y los militares, o la disidencia interna. Mucho me hubiera gustado haber tenido la oportunidad de acceder a este tipo de personas que me habrían hablado de política, filosofía o de economía; cada uno de ellos me contaría su realidad, pero tuve que conformarme con la gente corriente, ese tipo de personas que, a veces, dejan una huella indeleble por encima de las creencias y los mitos.

Después de un buen rato de charla, le invitamos a tomar unas copas que él rechazó alegando que se tenía que marchar. Como se acercaba la hora del almuerzo, nos despedimos deseándole que tuviera un buen día. Acabábamos de sentarnos a la mesa cuando me acordé que en el equipaje guardaba un estuche con un elegante bolígrafo que había llevado por si se presentaba la ocasión de hacerle un regalo a alguien. Me levanté y le dije a mi mujer y al resto de acompañantes que me disculparan un momento, y me dirigí de nuevo a la piscina en busca del cubano, que, para mi sorpresa, continuaba sentado en el banco. 

miércoles, 4 de agosto de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXI



La dependienta dijo que no tenía camisas ni chicles, lo que me produjo un gran desconcierto y preocupación al pensar en la ilusión con la que Rubén me había hecho su encargo, sobre todo con las golosinas. En ese estado de confusión le pregunté por el precio de los pantalones y, curiosamente, su respuesta coincidió con el importe exacto que visiblemente sujetaba con mi mano, que descansaba sobre el mostrador. Pagué y salimos del establecimiento, pero la sospecha de que me habían dado gato por liebre empezó a cobrar fuerza durante el camino de regreso. Repasé mentalmente el desarrollo de los acontecimientos, y me percaté de que entre el silencioso ajetreo de los otros compradores, la transacción se había desarrollado con inusitada rapidez. Caminando por aquellas solitarias calles con los pantalones sin envolver debajo del brazo, una fuerte desazón compartida con mi pareja, se fue apoderando de nosotros al pensar en la decepción que iba a sufrir mi amigo cuando le hiciera entrega de una única prenda a cambio de sus ahorros.
   
Cuando llegamos a la casa y Rubén abrió la puerta confiado en recibir la mercancía,  le dije que sólo había podido comprar los pantalones y pude comprobar cómo esta imprevista noticia le fue ensombreciendo el rostro. ¿Los chicles tampoco? me preguntó. Entonces, durantes unos segundos que a mí me parecieron eternos, permanecimos callados: yo sin saber bien que decirle y él intentando asimilar la frustración. Le dije que sentía mucho no haber podido comprar todo lo que me pidió y le expliqué con detalle los pormenores de la compra, mientras podía ver en el interior de la casa a su mujer y a su hija pendientes de la escena, unos pasos por detrás de él. A juzgar por la palidez que había adquirido su piel parecía como si no creyera lo que yo le estaba diciendo. Así que, después de un cruce de miradas con mi mujer como buscando una respuesta rápida a aquella circunstancia, le dije que no se preocupara, que iba a devolverle el dinero. Sin mucho convencimiento, y era razonable, me dijo que no hacía falta, pero yo insistí en que debía cogerlo dado que tenía que haberle preguntado antes el precio y después consultarle la compra. Modestamente cogió el dinero agradeciendo mucho lo que habíamos hecho y nos despedimos con un apretón de manos, mostrando su gratitud con una generosa sonrisa compartida con su familia. Aquello fue una experiencia inesperada que no volvería a repetirse y que, desde luego, nos dejó una sensación de disgusto bastante desagradable, más que nada por  lo atribulado del desenlace.  

Supongo que el hecho de que Rubén no mencionara nada sobre las tallas de las prendas que me había encargado, debía de significar que no eran para él, y que, posiblemente, su intención fuera revenderlas para obtener algún beneficio; operación que seguramente había efectuado en más ocasiones.  Pero lo de los chicles, que volvían a convertirse en un elemento para la reflexión durante el viaje, me dejó la certidumbre de su valor al pensar que aquel sábado por la noche, Rubén y su familia no se deleitarían viendo en la televisión las películas que tanto les gustaban; apurando hasta el último respiro su efímero dulzor mientras eran absorbidos por la mirada de Humphrey Bogart o de Edward G. Robinson.

Ya entonces había escrito un cubano excepcional, Guillermo Cabrero Infante, uno de mis ídolos que no deja de aparecerse para conmoverme con su cara de G. Caín y su cabeza llena de ángeles con aroma de mujeres desnudas, que el cine es la panacea de todos los dolores de la adolescencia. Cómo no iba a comprender lo que significaban las películas americanas para aquella gente. ¿Acaso nunca he dejado de ser yo mismo para vivir la vida de otro en el cine?