En el siglo pasado Europa
vivió dos guerras mundiales y en España vivimos una guerra, contra nosotros
mismos, larga y ensangrentada hasta superar el abismo. Este enfrentamiento,
provocado por una parte del ejército contra el progreso de la nación, dejó una
estela de negación tan recóndita que sólo pudo ser superada por el agotamiento
que un dolor seco desprende.
Los que no vivimos la
posguerra en su plenitud, y en la pubertad comenzamos a tener cierta conciencia
del silencio, del miedo o del adoctrinamiento en la escuela, a través de la
asignatura de formación del espíritu nacional; en poco tiempo, con la muerte
del dictador, nos encontramos con un acuerdo político apoyado por el Partido
Socialista Obrero Español y el Partido Comunista de España para dotarnos de un
sistema político y una Constitución, con la que se le ponía fin a un tiempo
saturado de gris y de penitencia, que despejaría el camino a la libertad, la
igualdad y la fraternidad.
Pero fue antes de ese alentador
momento, cuando le pregunté a mi padre quienes eran los rojos, y casi sin darme
tiempo a terminar de hacerle la pregunta me respondió sobresaltado: ¡Que no
eran los rojos, que eran los republicanos!
Poco tiempo después, con
motivo de la visita de Franco a Jerez, tuve una segunda lección política de mi
padre. Recuerdo que junto a dos hermanos más pequeños estábamos en la cama con mis
padres mientras ellos hablaban (supongo que aquel día se acostaría todo el
mundo temprano), y mi padre que aquella tarde, de aquel extraordinario día,
había dado debida cuenta de una parte de vino fino ajustada a la ocasión, en un
momento de la conversación con mi madre, levantó la voz y le dedicó un adjetivo
preciso a aquel glorioso visitante que fue como un golpe de espuela para ella.
Mi madre dio un salto de la cama, al mismo tiempo que le decía que se callara
con palabras y siseos, para asegurarse que la ventana de la alcoba estaba
firmemente cerrada. No recuerdo nada más.
Desde entonces hasta hoy no
ha bajado mi interés (con el tiempo ha ido creciendo), por conocer todo lo que
pasó durante la II República Española y la Guerra Civil. Sin dejar de tener, casi
cada día a través de publicaciones o imágenes, un sentimiento fraternal al
recordar a los grandes hombres de la ilustración española de aquellos años. Los
que pusieron todas sus esperanzas en aquel tiempo nuevo, los que perdieron la
vida gloriosamente defendiendo la libertad, los que sufrieron la derrota, la
cárcel, los campos de concentración o el exilio a sabiendas de que no era la
razón lo que les había vencido.
Mantengo una profunda relación
de proximidad, a veces de desasosiego, nunca exento de pasión, siempre que veo
la bandera tricolor de la II República Española, que es a diario. Y como siento
un espiritual respeto hacia ese símbolo, me aflora el pudor cuando veo que se
hace una exhibición presumida o hueca.
Siempre se puede estar más a
la izquierda y defender las posiciones políticas que cada cual entienda, sin
caer en absolutismos, pero tengamos en cuenta que en materia de republicanismo
la batuta y la acción mediática durante los últimos años en España la ha
ejercido la derecha política, no la izquierda.
Después de las proclamas de
estos días, a partir de ahora, los Partidos que consideren prioritario el
cambio de sistema político, no deben perder el tiempo. Cuanto antes deben
incluir ese objetivo de forma sobresaliente en sus programas electorales para
así poder cambiar la legalidad vigente.
No abdico de mi histórico e
íntimo espíritu republicano, pero considero que debemos mantener el actual
sistema basado en la Monarquía Parlamentaria, porque es el modelo que tiene
mayor respaldo de los ciudadanos y sigue siendo lo mejor para mi país. Les dejo
a mis descendientes el encargo de cambiar el sistema político que llegará con
el tiempo si una holgada mayoría lo reclama.
A la par que expreso mi
agradecimiento al Rey por su contribución a consolidar la democracia y superar
las dos Españas, le deseo buena mano a su sucesor para emprender las reformas
necesarias que el País necesita.
Convencer a los más jóvenes
probablemente sea la tarea más difícil y trascendental, para la monarquía, que
tiene por delante Felipe VI.
SALUD