Es un poco largo de contar porque uno de los gritos, el que califico de carácter social, tiene que ver con la visita que hizo Franco a Jerez en 1970 para inaugurar la Plaza del Caballo. Donde se había instalado un monumento en el que dos caballos cartujanos desnudos se manifestaban con brío en libertad; una inocente alegoría que podría haber dado lugar a malos entendidos, en otro sitio, pero que al tratarse de Jerez, no creo que nadie dudara lo más mínimo. Aunque Franco ya estuvo oficialmente en Jerez en 1943, -Entonces todavía estaría la sangre demasiado fresca-, me parece que aquella visita sería el acontecimiento más importante que tuvo la ciudad desde la que hizo en 1925 Alfonso XIII. Ese día de la inauguración lo dieron de vacaciones en los colegios no para ir a ver el monumento, que ya tendríamos tiempo de verlo, sino para que fuéramos a ver a Franco; yo tenía entonces doce años. Sabía que Franco era Franco porque en las clases de Educación del Espíritu Nacional que nos daban en el colegio hablaban de él, de España, de la Falange y de lo malos que eran los rojos, pero, sería porque el profesor se empecinaba en distraerme constantemente con los movimientos del bigote o porque me hipnotizaba el resplandor del pisa corbatas por lo que su espíritu, aunque lo sentía muy cerca, no llegó a poseerme. Sin embargo sí tenía asimilado, de habérselo escuchado a un vecino, que si Franco moría habría una guerra. Con lo cual, todo se enmarcaba en un ambiente muy reservado en torno a su figura. Y era inevitable por otra parte, porque todo el que lo nombraba se ponía muy serio. No recuerdo mucho de los prolegómenos de aquellos días, salvo que venía Franco a Jerez y que ese día no teníamos colegio; que era alguien más importante que nada y que nadie; y que si moría habría otra guerra. Lo peor era lo de la guerra, que me hacía sentir frío en el estómago, debido a la carga tan dramática que manifestó la persona a quién se lo había escuchado. Pero el día anterior sí lo recuerdo, sobre todo la tarde noche. No había casi nadie en la calle, era como si hubieran anunciado por la radio la llegada de un visitante extraño y le hubieran proporcionado instrucciones a la gente para que permanecieran acuarteladas en sus casas en previsión de lo que pudiera pasar. Parecía como si todo el mundo se hubiera puesto de luto. La iluminación de las calles no era como la que tenemos hoy, y en silencio, sin gente, todo parecía más sombrío que de costumbre.
Yo vivía muy cerca de un gran palacio del siglo SVIII convertido en cuartel de la Guardia Civil. Muy poca gente tendría noticias, en aquel tiempo, de que aquél palacio había albergado una de las bibliotecas privadas más importantes del País. Llegó a alcanzar la cifra de once mil volúmenes. –Un gran patrimonio. El propietario sería un personaje muy ilustrado, dijo Germán-. Sí, debió de serlo. El palacio era propiedad del Marqués de Villapanés, un gran bibliófilo y también una persona sensible con la cultura y el desarrollo de la ciudad. Fue el primer presidente de la Sociedad Económica de Amigos del País de Jerez. Puso en funcionamiento telares y clases públicas en el palacio, y también mantenía abierta la biblioteca a todo el que estuviera interesado en utilizarla para su ilustración. Cuando las tropas francesas ocuparon la ciudad en 1810, él se estableció en Cádiz y allí se enteró del saqueo del palacio por los franceses. – ¿Se llevaron la biblioteca?-. Supongo que no se llevarían muchos libros; le echarían mano a otras cosas de valor. En Cádiz tuvo sus más y sus menos con los liberales de la época, porque era el director del periódico conservador más influyente que había en la provincia y, en aquel ambiente tan agitado políticamente, parece ser que no salió muy bien parado. Cuando se fueron los franceses volvió a Jerez y continuó engrandeciendo la biblioteca; que lamentablemente ya no existe. – ¿No?, ¿qué ocurrió?-. Ocurrió algo insólito. Dejó escrito en el testamento su traslado a Génova, donde se establecerían sus herederos, después de su muerte. Aquella decisión tan extravagante conmovió a la ciudad. -Supongo que se sentiría reñido con el País-. Seguramente, porque después de la marcha de los franceses la vuelta de Fernando VII no fue precisamente lo mejor que nos ha ocurrido a los españoles. Me intriga lo que le pasaría por la cabeza al Marqués. -Es una pena, la estarán disfrutando los genoveses- Si fuera eso, pero el caso es que el barco que llevaba una parte importante de la herencia se hundió antes de llegar al puerto de Génova, y con él zozobró la biblioteca. Ni para los jerezanos ni para los genoveses. Así que aquel palacio, con el tiempo, terminó convertido en un cuartel sin biblioteca y sin vestigio alguno de ilustración. Su destino fue otro muy distinto, y, ya te puedes imaginar lo que imponía.
Aquel día había en el cuartel más tráfico de lo habitual, y se podía apreciar el transito de guardias que iban y venían a caballo de los relevos. Por la tarde, los niños fuimos reclamados pronto para que dejáramos de jugar en la calle y nos recogiéramos en las casas; era final de Octubre y la oscuridad se hacía pronto. Por la noche, antes de irnos los hermanos a dormir… No sé realmente cómo fue porque lo que recuerdo era que estábamos todos en la cama de mis padres y lo normal era que ellos se acostaran después de nosotros. Es decir, que aquel día debieron de meterse en la cama muy pronto y nosotros todavía estábamos con ganas de seguir el día. No recuerdo nada de lo que hablaban, pero supongo que tendría que tener relación con aquella visita. En un momento dado, me sobrecogí al escuchar a mí a padre decir, en voz alta, unas palabras que nunca antes le había oído: ¡Ese es un asesino! Y es que, de niño, le ocurrió algo muy serio que alteró de forma trascendente su vida ordinaria y aquello le marcaría para siempre. Aunque no fue eso lo que pensé en ese momento, porque con esa edad no se identifican los sentimientos, sólo se asumen. -¿Habían matado a su padre?-, preguntó Germán.
No, no llegaron a matarlo. Mi abuelo tenía un taller de tonelería y había pertenecido al antiguo gremio de toneleros. En los primeros días del Levantamiento, ya era mayor estaba cerca de los cuarenta años, fueron una noche a buscarlo. Mis abuelos ocupaban una parte de la casa donde vivían con el propietario, que era de origen gallego, y su familia. Ellos tenían, en la planta baja, una tienda de ultramarinos. Cuando llamaron a la puerta fue su vecino quien abrió y recibió la noticia de que venían preguntando por él. Entraron y desde el patio llamaron a mi abuelo a presentarse porque traían la orden de detenerlo. Entonces el dueño de la casa dio la cara por él, como se decía entonces, defendiendo su inocencia y asumiendo toda la responsabilidad. Este hombre con el que mi abuelo no mantenía una relación de amistad, pero sí de buena convivencia entre familias, conocía al jefe de los que se presentaron aquella noche porque creo que compartía afinidad política. Aún así le costó evitar entre voces y una gran resistencia, la determinación que traían los falangistas; consiguiendo al final que no se lo llevaran salvándole así la vida. Aquella misma noche mi abuela, que estaba embarazada, abortó.
Mi madre, como todas las madres siempre están alertas y dispuestas a reaccionar cuando el peligro acosa su instinto de protección, cuando oyó a mi padre gritar dijo: ¡Cállate, chiquillo! dando un salto de la cama para asegurarse de que la ventana de la alcoba estaba bien cerrada. Ella sí había perdido a su padre. Seguidamente, nos levantó de su cama y nos acompañó a las nuestras. Tapándonos uno a uno, y dándonos un beso, nos deseó que tuviéramos buenas noches. –Era lo normal, dijo Germán, mi madre también ha sido siempre la más callada y prudente a la hora de recordar esos asuntos-. Me contó una vez mi padre, ya finalizada la guerra, la indignación que tuvo que soportar mi abuelo cuando un día se presentó en el taller un hombre para recogerlo en coche de caballos, con la intención de llevarle a su bodega para encargarle unos trabajos. Teniendo que cruzar la ciudad sentado a su lado. Ese hombre era el mismo que fue a buscarlo aquella noche para matarlo. –Debió de aguantar lo suyo-. Imagínate, todavía era demasiado pronto, como para hacerle un extraño.
Al día siguiente por la mañana, siguiendo la inercia del acontecimiento, me fui a la Plaza de Arenal para ver en persona al General Franco. -¿Y lo vistes de cerca? preguntó Germán.- Sí, lo puede ver de cerca. A Jerez solía ir con cierta asiduidad para cazar en las fincas de la zona, entonces se sabía que andaba por allí por las personas a las que detenían durante unos días. Franco venía de Cádiz y bajó por la calle Armas, principal acceso a la ciudad siguiendo la parte exterior de la antigua muralla almohade; desembocando en la Plaza del Arenal donde yo me encontraba. Lo vi llegar de frente dentro de un majestuoso Rolls Royce negro, sobre el que habíamos hablado entre los niños, que era un coche blindado. Lo del blindado yo lo entendía como que le podían salir ametralladoras de los guardabarros, pudiéndose convertir en un acorazado, en el caso de que alguien le atacara. Por lo que al ver el coche lo primero que pensé fue en eso y en moverme lo menos posible.