Caminando
un domingo a primera hora de la mañana, me encontré con un operario que contundente
repetía la operación de golpear el cepillo de púas contra el suelo como
preámbulo al arrastre de su cometido calle abajo. Me recordó el golpe de
martillo que a compás corteja en la fragua a la certeza, pero observé que tanto
escobazo no se correspondía con los restos que a su paso iba dejando atrás.
Con
buenas intenciones pensé que este empleado quería ser reconocido y por eso
llamaba la atención. Tal vez porque quizá sean demasiada calles para un hombre
solo o que un sólo hombre no es la “infantería de marina” que necesitan las
calles para que el agua y el purificador inunden el suelo que ocupan
arrinconados los imperturbables contenedores.
Desconozco
los pormenores del contrato con la empresa de limpieza. Pero en cualquier caso,
si no se queda uno pegado al caminar por
algunas calles es por la fuerza que ejercen las piernas al levantar, contra
todo pronóstico, los pies del suelo. Eso sí, al retomar el paso por Pescadería
Vieja buscando los arcos del Arenal, me encontré que aquella travesía era un
oasis que relucía como los chorros del oro. Cuestión de prioridades, supongo.
SALUD