sábado, 10 de enero de 2015

Para qué murió Juan Sánchez (I)

En agosto de 1936, el empresario del carbón Juan Sánchez Meléndez murió en Montes de Propios por los tiros que le descerrajó un miliciano. Las autoridades rebeldes instruyeron el suceso durante 1937. Para la Justicia de Franco, la causa fue conocida como el sumario 419/37.


EN agosto de 1936 la sangre fluía a borbotones y no era debido sólo al calor de un verano cualquiera en los Montes de Propios de Jerez. La rebelión militar triunfaba en casi todas las localidades de la provincia. Ubrique, la población de mayor importancia en aquella zona, se había rendido semanas antes bajo la amenaza de ser bombardeada. La resistencia ejercida por la Guardia Civil, carabineros y miembros de organizaciones sindicales no pudieron evitar la toma del pueblo por el Grupo de Regulares de Infantería de Ceuta número 3 enviado por el general Queipo de Llano y un grupo de falangistas al mando de Mora-Figueroa. Los refuerzos solicitados por el comité de defensa no pudieron llegar a tiempo. Aún resistía la cercana Grazalema que, días más tarde, sería bombardeada por aviones Breguet 19 que, probablemente, venían de la zona de La Zarandilla, próxima al convento de frailes de La Cartuja. Finalmente fue tomada por la 'Columna Cádiz', guiada por el comandante Arizón.



En las siguientes líneas se recogen los días previos a la desaparición de Juan Sánchez. Durante décadas, su muerte permaneció en silencio. Este año, sus familiares excavaron un supuesto enterramiento donde no se encontró ningún resto humano. Una casualidad les llevó a descubrir que las circunstancias de su muerte fueron otras muy distintas. La narración y sus diálogos han sido construidos en base a los testimonios de los protagonistas de esta historia ante las autoridades militares y contenidos en el sumario. Su lectura permitirá no sólo conocer los detalles del dramático final de Sánchez Meléndez, sino además las costumbres, forma de vida y sentimientos de nuestras gentes.

Cuando los trozos de encina eran cortados y partidos en el tronco con el 'tronzador', eran transportados a través de las 'burras' o del acarreo 'a tirón' a las hoyas o carboneras. Una vez colocada la leña en los alrededores de la hoya, comenzaba el armado, clavando verticalmente un palo en el centro del ruedo. La hoya podía tener un diámetro de base de entre cuatro y diez metros y una altura de dos a cinco, por lo común en forma de cono. Para la correcta carbonización, se colocaba sobre la hoya una capa de arcilla de veinte centímetros de grosor, se retiraba el palo central y se practicaban agujeros en su base con la sacagable o palo largo para que pudiera respirar. En ausencia de aire, la hoya alcanzaba entre los 400 y 700 grados centígrados, lo que requería de una permanente vigilancia. Cuando la capa estaba estable y no temblaba, era señal de que todo iba endureciéndose. Muchos de los carboneros morían al caer la pila aún sin endurecer. Por eso, la labor de los tiznados exigía una vigilancia continua de la hoya. Una vez terminada la cocción, se procedía a 'resfriar' la hoya, labor en la que había que invertir unos 20 ó 30 días. Este trabajo se realizaba en verano al amanecer o durante la puesta de sol, ya que el calor del carbón, sumado al calor del sol, hacía la labor muy dura. Por último, el carbonero preparaba la carga en sacos de arpillera que eran acarreados por los mulos hasta el cargue para su posterior transporte y destino.

Como cualquier otro día, a las seis de la tarde del 23 de agosto de 1936, era tan fuerte el olor que despedía la hoya que llegó a apoderarse, sin compasión, de los caminos, pasajes y senderos de La Jarda. Todo lo inunda el carbón. Los colonos de los montes conocen a la perfección esos olores. Se guían por ellos, rastrean las piezas y son maestros en esto. Una grulla puede orientarles sobre el tiempo que habrá; lo mismo si interpretan el movimiento del viento o las propias nubes. Parecen adivinos. En La Jarda, el olor a encina quemada envolvió el lugar donde se encontraba María Mateo Pérez, esposa del guarda forestal Juan Cabeza Rosado. María nació en Jerez y Juan le llevó hasta los montes. Era mujer de carácter vivo y valiente, lista y desenvuelta, como si los galones de su marido le infundieran algo de valor y autoridad.

A lo lejos vio acercarse a una partida de hombres a caballo. En la soledad de la vivienda, María se estremeció. Corrió a casa de su vecino Manuel Domínguez Pérez, al que conocían por 'el Caracolón' pero, al no encontrar a nadie, aguardó la llegada de la patrulla. Reconoció entre ellos a Manuel Cabeza Pérez, a la sazón alcalde de La Sauceda, a quien acompañaban Antonio García Florido, al que apodaban 'Pelusa', Feliciano García Fernández y José Jiménez Ríos, o 'el barbero de Garcisobaco', como también era conocido, además de otros hombres que le preguntaron por su marido.

Armados con escopetas de caza, sus rostros aparecían tostados al sol, como si los sombreros de paja y gorras no les sirvieran de protección; vestían toda suerte de ropas sucias y descoloridas por muchos días de trabajo, el tiempo y el calor. Los más llevaban cabalgadura, otros iban a pie y vestían atuendos distintos, por lo que toda aquella visión recordaba más a un grupo abigarrado de antiguos vecinos armados haciendo labores de vigilancia en los montes, que a una disciplinada columna de republicanos.

Fue 'Pelusa' quien, pese a conocerla bien, le preguntó quién era.

- ¿Es que no me conocéis? Soy la mujer del guarda Juan Cabezas Rosado.

- Ah, sí… La mujer del guarda Cabezas -exclamó con ironía 'el Barbero'-. ¿Y tu marido?

- Recibió un aviso del sargento de la Guardia Civil de Algar para que se presentara allí.

- ¿Y las escopetas? -siguió preguntando 'el Barbero'-. ¿Dónde están las escopetas?

María relató entonces que el sargento de Algar le había pedido a su marido que le llevase las escopetas, cosa que no creyeron ninguno de los hombres. En ese momento, María trató de cerrar la conversación e intentó salir de la casa alegando que iba a encerrar unos pavos. 'Pelusa' le cortó el paso:

- Intenta dar un paso fuera y te meto un tiro que te dejo fría. ¡Deja a los pavos! -le gritó-. Que están bien guardados.

Ella quedó sentada, oyendo a 'Pelusa', que mostraba su escopeta bien afianzada al hombro.

- ¡Estoy dispuesto a pegarle un tiro a mi padre y a todo lo que se me ponga por delante!, ¡todavía tengo señalados los palos que me dio la Guardia Civil por una denuncia que tu marido me hizo de que estaba destrozando los alcornoques! Como lo coja, ¡la tajada más grande va a ser como una uña!

Aquella noche, María se vio obligada a resguardarse en casa de su vecino 'el Caracolón'. Antes de dormir, recordó que aquella tarde un arriero había aparecido con dos mulos que, con excesiva prisa, cargó con un colchón y algo de comida que habían sacado de la casa del 'Caracolón', al que se llevaron junto a su mujer y sus dos hijas hasta la Sauceda varios hombres a caballo. Le recordaba llorando mientras enrollaba uno de los colchones. Esto le mantuvo agitada durante horas hasta que el sueño le invadió.

A las ocho de la mañana, ya se advertía el calor en La Jarda. El día volvió a levantarse con un fuerte olor a cisco que perseguía a hombres y mujeres y que llegaba a impregnar sus ropas. De repente, se escuchó un zumbido que, en segundos, llegó a hacerse estruendoso. Todos miraron hacia arriba. En lo más alto del cielo apareció un avión. Las aves abandonaron precipitadamente los árboles, saliendo de estampida, los perros comenzaron a ladrar, algunos hombres dispararon en vano al aparato y toda la quietud de la mañana quedó rota por aquel ruido que aumentaba entre los bosques. Cuando se apagó el runrún, la voz del 'barbero de Garcisobaco' volvió a romper el silencio de la mañana:

- ¡María! ¡Ha llegado la hora de que abras las puertas de la casa! ¡Si no es por las buenas, será por las malas! Para nosotros es fácil; te llevamos a La Sauceda y allí que te vayan a buscar tu marido y tu hijo.

María veía cada vez más cerca el peligro que le acechaba. Se avino a las advertencias y condujo a los hombres hasta la puerta de su casa. La mujer abrió la puerta y entró junto a Manuel Cabeza, 'el barbero de Garcisobaco' y 'Pelusa', mientras los otros cubrían la entrada. Comenzaron a registrar la casa hasta entrar en el despacho del ingeniero municipal Salvador Robles, que se encontraba ausente, y en uno de los cajones de la mesa de trabajo encontraron 1.282 pesetas, de las que se apoderaron.

- Ahora, cuando vuelvan tu marido y el ingeniero, les dices que hemos sido nosotros -le dijo Manuel Cabeza a María mientras se alejaba del lugar con el resto del grupo.

Cuando un día después regresó a su casa el guarda, María le contó todo lo ocurrido a su marido Juan Cabeza; por su parte, él le explicó que aquél día decidió enviar a caballo al 'Caracolón' y al Abelardo al ventorrillo que está en el kilómetro 61 de la carretera de Cortes para que recogieran a una mujer. En el camino, ambos fueron apresados. Más tarde, vio a un grupo de milicianos armados acercándose a la finca, por lo que convino con su hijo en la idoneidad de marchar hasta Algar y pedir allí refuerzos para evitar que asaltaran su casa.

En Jerez, donde las tropas de Franco habían impuesto el orden sólo dos días después del golpe, se suceden durante esos días las primeras ejecuciones. El 24 de agosto son fusilados el alcalde Antonio Oliver Villanueva y el concejal Juan Taboada Jiménez. Ajena a todo ello, la ciudad funciona.

La mañana del día 26, en su hogar de la calle Empedrada, Juan Sánchez Meléndez se prepara para un trabajo de rutina. Debe volver a los Montes de Propios para recoger las cargas de carbón que depositaría en el depósito que tenía en la calle del Pollo para luego distribuirla entre las carbonerías de Jerez. Juan, 'El niño de Algeciras', 53 años a las espaldas, es carbonero, o mejor, 'remitente' de carbón, un hombre bueno sin significación política, trabajador como el primero, que había encontrado, con mucho esfuerzo, una situación desahogada gracias al 'oro negro' de la época.

Se miró al espejo y se atusó varias veces el bigote. Luego trató de tranquilizar a su mujer, Isabel Márquez, que alertada de los peligros que con ese viaje contraía, le manifestaba una profunda preocupación.

Le rogó que no se fuera. '¡Juan, no vayas!' Juan le respondió que no tenía nada que temer, que allí todos le conocían, que nadie le haría daño. Pero sus argumentos no pudieron evitar las lágrimas y la angustia con la que su mujer lo despedía mientras alisaba suavemente con la mano la chaqueta por la espalda. '¡No te vayas, Juan!' -le insistió-. Juan se caló el sombrero, cogió su habano y abandonó la casa. Eran las once de la mañana. Fuera, en el camión, esperaban sus ayudantes José Jiménez, Pepe Barrera y Juan Pérez. A lo lejos, volvió a oír la voz apagada de su mujer:


-¡Adiós, Juan!

Fotos:

1. Manuel Sánchez Meléndez
2. Isabel Márquez Muñoz

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