EL
camino hasta La Jarda es largo y duro. La mayoría de sus tramos permanecen sin
asfaltar. Tomarán la carretera de Cortes, pasando por el asentamiento de
Cuartillos, el cortijo de la Florida y la colonia rural de San José del Valle
hasta llegar a La Jarda, donde Juan Sánchez recogerá el carbón que tenía comprado
en el campo. Pepe Barrera Macía ‘el Garrotín’ se hace cargo del volante. Le
ayuda Juan Pérez, vecino de la calle Juan de Torres. El vehículo es propiedad
de un industrial de la Puerta del Sol. Su nombre es José Jiménez Martínez, que
acompaña como conductor del camión a Sánchez Meléndez.
-
¡Mucho cuidado! -le interrumpió Domingo-. Que el canalla ese era suegro de mi
jefe Cabeza, alcalde de La Sauceda. La
pobre de la hija lo sentiría como su padre que es... y su hijo, que también
está en el pueblo. ¡Pero es que se lo merecía! Si se enteran, a mí me vuelan la
cabeza, ¡pero a ustedes se la volamos antes camino de Jimena! Así que, ¡cuidadito!
Fotos:
1. Manuel Cabeza Pérez
2. Andrés Sánchez Márquez
3. Rosa Sánchez Márquez
Los
cuatro hombres apenas hablan durante el camino. Mientras duró el viaje, Juan
Sánchez no paraba de darle vueltas a la cabeza. Había sido avisado por
parientes y colegas de lo arriesgado de pisar los montes y le retumbaban como
una losa las palabras de despedida de su
mujer. Le habían advertido que había rojos por todos lados, que una emboscada
era práctica común en aquel paraje y que los carboneros eran presas fáciles
para los milicianos. Pero Juan desoyó todos aquellos consejos. De hecho, desde
el 18 de julio, había acudido en dos ocasiones a recoger el carbón a los montes
y en ninguno de esos días, se había
encontrado con problema alguno.
Tampoco
Juan podría quedar cruzado de brazos, se pensaba. Una familia atrás . Y la
prole era larga. A modo de pasatiempo, trató de memorizar en perfecto orden de
edad sus nombres: Paula, Rosa, Andrés, Consuelo, Manuela, Juan, José, María e
Isabel. Tampoco su situación económica era delicada. Había trabajado en exceso.
Todo por los niños. Era propietario del
negocio del carbón, poseía un ventorrillo en ‘La Gordilla’, junto a Marrufo,
disponía de animales de carga, una moto con sidecar para desplazarse y casa en
propiedad. Además, se preguntaba que si ya había recogido el carbón con toda
normalidad en dos ocasiones anteriores, ¿por qué habría de pasar algo?
Cuando
llegaron cerca del nacimiento de El Tempul, junto al ‘puerto del Palmetín’,
Pepe reconoció una figura a lo lejos.
-
¡Parece ‘Busique’! -gritó de repente.
Llegó
a su altura y Pepe accionó los frenos. El chirriar del camión hizo volver en sí
a Juan, absorto en sus pensamientos. Resultó ser un joven de unos treinta años,
José Fernández Benítez, un jerezano de la barriada de La Plata a los que todos
conocían por el apodo de ‘Busique’. Se empleaba ‘Busique’ en toda suerte de
oficios, entre ellos el de trabajar con Juan Sánchez como ayudante en la venta
y arriero. Su trabajo era duro: cuando llegaba el camión, el arriero sacaba el
carbón con ayuda de las bestias y lo arrimaba a la carretera para que fuera
cargado en el camión.
-¿Qué
haces, ‘Busique’? -le insistió Pepe ‘el Garrotín’ extrañado al verle andando
solo. ‘Busique’ cogió el resuello tras la caminata, saludó con gestos
exagerados a los del coche y se explicó.
-
He estado esperando en el campo a Juan Sánchez para cargar el camión, pero como
habían pasado tres días desde la fecha en que habíamos quedado, decidí por mi cuenta volver a Jerez. Más que
nada -siguió explicando el arriero- porque no paran los rumores de que por aquí
andan rojos sueltos. He tenido que dejar los mulos a mi compañero, Juan Gómez
porque, la verdad, tenía miedo de que me cogieran.
La
mayoría de las veces, los mulos eran dejados en la venta de Juan. Él mismo
decidió cerrar el ventorrillo para trasladarse con toda la familia a Jerez, a
un lugar seguro. Se lo aconsejó su buen olfato. Había algo igual de engorroso: En la venta, las
visitas de las milicias nacionales en busca de Andrés, su hijo mayor, se
hicieron constantes y la situación se iba agravando. Andrés ya estaba casado y
se había unido a la resistencia en La Sauceda. El final fue triste. Cuando se
tomó el poblado, ya con su mujer en cinta, corrió la misma suerte de sus
compañeros en armas en Málaga.
No
quedaba duda de que Juan Sánchez tenía motivos suficientes para estar alerta.
Además, su hija Rosa era la esposa del alcalde de La Sauceda -aún bajo mando
republicano-, Manuel Cabeza, y aún confiando en su capacidad para salir
adelante entre los dos frentes, en algún momento le pasaría por la cabeza que
desde cualquier parte podría venirle un tiro de gracia.
En
el Tempul, Sánchez intervino entonces:
-
¡Vamos, ‘Busique! -le animó-. ¡Será sólo un momento! ¡El tiempo de cargar y nos
vamos de vuelta a Jerez!
‘Busique’
aceptó. Subió al camión y se encaminaron hacia el lugar donde esperaba la carga
de carbón.
El
camión se adentró lentamente en La Jarda. Eran las dos de la tarde. El vehículo
entra en la ‘Albina de las Flores’, donde la carretera hace una revuelta, para
pasar entre dos trincheras que hay a ambos lados al tratarse de una enorme
piedra cortada. De repente, comenzaron a oírse gritos y disparos desde todas
las direcciones.
-¡Alto!,
¡alto!
‘El
Garrotín’ paró inmediatamente el camión. Segundos después, Sánchez abrió la
puerta del vehículo y, con un pie en el estribo y el otro en tierra, enarboló
una pequeña bandera nacional reservada para cruzar las líneas y comenzó a
gritar:
-
¡No tirarme, hombre!, ¡no tirarme!, ¡viva España! - gritó con todas sus fuerzas.
Cuando los que estaban apostados se incorporaron, vio a su alrededor a unos
ocho hombres apuntando con escopetas de caza, pero cuando reconoció entre ellos
a Domingo Ruiz ‘el de la Toma’, que parecía liderar al grupo de paisanos
armados, su corazón se aceleró y se presintió lo peor. Juan salió corriendo
hasta caer por un terraplén a un lado de la carretera; siguió huyendo y se escondió tras un chaparro para salir hasta
un bujeo por donde desapareció. Entretanto, no cesaban los gritos de Domingo:
-¡Bigote,
que te tengo ganas! -repetía mientras huía el empresario-. ¡Bigote, no huyas!
Mientras
esto ocurría, Pepe el chófer, Jiménez y su ayudante Juan eran obligados a
abandonar el camión y ponerse cuerpo a tierra. En esta posición, les cachearon
y quitaron todo lo que llevaban encima. ‘Busique’ había logrado huir detrás de
Juan Sánchez pero tal miedo se apoderó de él que decidió mantenerse bajo un
chaparro, desde donde vio cómo Juan huía entre los disparos hasta esconderse en
unos zarzales. Una vez descubierto, ‘Busique’ volvió junto a sus compañeros.
Poco después, el ruido de los cartuchos se detuvo, se impuso el silencio y
pasaron minutos que se convirtieron en siglos para Juan.
¿Qué
pasa por la cabeza del reo conducido a una muerte segura instantes antes de su
ejecución? Exhausto y empapado en sudor por la carrera y el fuerte calor, su
pulso se aceleró hasta el infinito, cayó boca abajo con su enorme humanidad
sobre el matorral, escuchaba cada vez más fuerte el bombear del corazón, cerró
los ojos y, como sabiéndose descubierto, se persignó y esperó el final.
No
muy cerca de ahí, parecía escucharse una conversación. Uno de los milicianos,
de mediana estatura, pelo rubio, barbilampiño, de nariz aguileña y tocado con
un gorrillo militar, hablaba con ‘El de la Toma’.
-
Domingo, quédate tú aquí vigilando a estos, que yo voy con estos cuatro a por
ese.
-
¡Que no escape, que no escape! -le insistió-. ¡Que como escape estamos
perdidos!
Los
cinco hombres marcharon corriendo en busca de Meléndez. A los pocos minutos, se
escucharon varios disparos que retumbaron, a los que siguió un impresionante
silencio. Pasaron quince minutos exactamente y el grupo volvió a encontrarse
con Domingo, con el que conversaron unos minutos. Uno de los hombres, que se
protegía con una boina, llevaba entre sus manos la cartera de Juan. Comenzó a
sacar documentos, que pasaron de mano en mano, y un fajo de billetes que podría
sumar unas seiscientas pesetas. Al
verlos, Jiménez, que permanecía tumbado en el suelo junto a sus compañeros,
preguntó:
-
¿Qué?, ¿qué ha pasado con Meléndez?, ¿ha escapado o lo habéis matado?
-
Se ha ido -contestó uno de los hombres.- Domingo, que ya conocía lo ocurrido,
se le encaró:
-
¿Por qué dices que se ha escapado? Sí, lo hemos matado... ¿qué pasa? ¡Ahí le
hemos dejado para que se lo coman los cochinos!
Pasó
un instante hasta que Domingo continuó:
-
¡Vamos a tirar este coche! -ordenó a los retenidos. Jiménez volvió a
intervenir.
-Pero
hombre, ¿por qué vais a tirar el camión? ¡Si este camión vale un dinero en
cualquier parte!
-
¡Tira el coche o te tiro a ti también! -le amenazó Domingo. Jiménez y sus
compañeros obedecieron. Acercaron el
camión a un barranco y, a empujones, lo despeñaron. El vehículo cayó al vacío
hasta que, segundos después, tocó el suelo y se perdió a la vista entre una
intensa arboleda. Ya no quedaba rastro del paso de Juan Sánchez por La Jarda.
Domingo ordenó entonces a los cuatro hombres que se sentaran bajo un chaparro.
-
¡Ahí quietos! -dijo-. Cuando vengan los camiones de Luis Becerra y de Pepe
Ortega nos iremos. ¡Esos son otros dos canallas! Ya no les van a llevar más
carbón a los fascistas. ¡A estos los cogemos y les llenamos la olla a tiros!
Cayó
la tarde y no hubo movimiento alguno en el camino. ‘El de la Toma’ habló con
los suyos y decidieron emprender la marcha hasta La Sauceda. Jiménez, el chófer
‘Garrotín’, Juan Pérez y ‘Busique’ encabezaban la marcha; tras ellos, Domingo
lideraba a sus hombres.
Buenos
conocedores de los senderos y vericuetos que esconden la espesa vegetación, el
camino se hizo corto. Los hombres atravesaron pastizales y zonas repletas de
acebuches que precedían a interminables bujeos, vadearon pequeños arroyos,
marchando en perfecto orden entre senderos e imponentes rocas de arenisca. Un fuerte olor a brezo les acompañaba durante el
camino que, en algunos momentos, aparecía alfombrado de hojarasca. Cuando
alcanzaron la ‘Piedra de la Gallina’, los hombres se tomaron un descanso cerca
de unos chozos abandonados donde todavía podían distinguirse los rastros de un revolcadero
de jabalíes. Aprovechando el receso, uno de los captores tomó el nombre de los
cuatro detenidos, que anotó con dificultad en un papel de fumar.
Minutos
después, reemprendieron la marcha, dejando atrás el paraje de Puerto Gáliz y la
Loma del Jabato. A medida que la noche cerraba, el monte comenzaba a presentar
otro aspecto. Entre gigantescos quejigos, Jiménez divisaba enormes alcornoques
de ramas retorcidas aún con cicatrices en sus troncos resultado de los últimos
descorches. En sus ramas, algunas desnudas de vegetación, se posaba
caprichosamente un ave rapaz, lo que proporcionaba un aire espectral al
paisaje. Ya próximos al pueblo, el paisano de nariz aguileña y gorrillo militar
advirtió a los detenidos:
-
¡Cuidadito con decir nada del Meléndez en La Sauceda!
Fotos:
1. Manuel Cabeza Pérez
2. Andrés Sánchez Márquez
3. Rosa Sánchez Márquez
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