Una vez en el hotel de Pinar del Río, acordamos de nuevo con Lina tomarnos cada uno por libre lo que nos quedaba del día. Nosotros, junto a las dos parejas que habitualmente nos reuníamos, decidimos alquilar unas bicicletas y recorrer los barrios de la ciudad. Recuerdo que entramos en una tienda de avituallamientos y compramos todos los sombreros de paja que tenían en existencia, que no eran muchos más de los que nos correspondía por cabeza y algún otro que adquirimos como regalo. No esperaba la dependienta del almacén la visita de aquellos remotos clientes y, tal vez debido a la sorpresa, me quedó la impresión de que nos vendía aquellos sombreros sin mucho entusiasmo ni convencimiento. Ya protegidos del sol con los característicos sombreros cubanos y conducidos por el impulso de la curiosidad, pedaleamos de un lugar a otro por calles asfaltadas y luminosos caminos de tierra flanqueados por casas de una sola planta, ante la mirada impasible de los vecinos.
Durante el recorrido, calados por aquel sol tropical, fueron obligadas las paradas en los pequeños carros de venta ambulante de granizado. Mientras hacíamos las sucesivas colas, observamos con detenimiento el proceso de elaboración de aquel sencillo helado. Vimos a los vendedores rascar los trozos de hielo con un dentado utensilio de hierro, que a continuación se servía en un cartucho de papel tras agregarle un dulce jarabe de distintos sabores, según el gusto de cada uno. Recuerdo que me parecieron muy evocadoras aquellas originales estaciones donde, impacientemente, esperábamos a que nos sirvieran aquellas refrescantes golosinas.
Camino de regreso noté que el manillar de la bicicleta se movía de repente sin control, frené inmediatamente y comprobé que la rueda delantera se había desinflado. Bajé de la bicicleta y corroboré, ante la atenta mirada de mis compañeros de grupo, que aquello no tenía otra solución que hacer a pie lo que quedaba de camino. Entonces escuchamos, por sorpresa, una voz que decía: “¡Eso lo solucionamos ya, compañero!”. Era la voz de un cubano que contemplaba la escena de cerca y que a continuación nos conminó a esperarle un par de minutos, que iba a por las herramientas para arreglarlo. En menos que canta un gallo ya estaba el cubano de regreso, con todo el material necesario para desmontar la rueda y arreglar el pinchazo, cosa que hizo con inusitada rapidez. Entonces yo, agradecido por la inestimable ayuda que me había prestado, le pregunté cuánto le debía. Pero mi inocente pregunta chocó con el orgullo y la generosidad del cubano, que dijo: “No me debe nada, compañero, porque no se hizo nada de valor”. Y añadió, para reafirmarse en su actitud de colaboración y desinterés, que era ingeniero de maquinaria pesada y podía garantizarnos que aquel gesto no tenía ninguna importancia.