viernes, 14 de mayo de 2010

1985 Cuba - Capítulo VIII

Por la mañana llovía en Pinar del Río, así que hablamos con Lina y decidimos suspender las visitas programadas, de modo que cada cual hiciera lo que creyera conveniente. Luego volveríamos para almorzar todos juntos en el restaurante del hotel. Así que tuvimos tiempo para dispersarnos por la ciudad en varios grupos, que se formaron de forma natural durante el viaje, según las afinidades afectivas y personales de cada uno. De vez en cuando, aquí y allá, en una plaza, en una calle o en el rincón más inesperado, nos fuimos encontrando los distintos corrillos y compartiendo los hallazgos que cada uno había ido descubriendo por su cuenta.

Después de la comida, tras el correspondiente paréntesis para la siesta y con el sol de nuevo en su posición de brazos extendidos, nos trasladamos al municipio de Consolación del Sur donde se había previsto que pasáramos la noche. La verdad es que desconocíamos el motivo de la visita a aquella localidad, ya que no tenía un valor turístico mayor que cualquier otro remoto lugar de la Isla. Pero la sugerente atracción que por sí solo ejercía el nombre de la ciudad, era un aliciente más que sobrado para despertar nuestro interés. Por lo que a mí concierne he de decir que, a esas alturas del viaje, ya había perdido el afán por estudiar los mapas y los folletos con el contenido de las visitas programadas, y cualquier lugar me resultaba atrayente.

Llegamos a Consolación del Sur poniéndose el sol y nos dirigimos a un lugar muy parecido a esos rústicos y vencidos moteles que se ven en las películas americanas. Bajamos del autobús y sin coger el equipaje para dejarlo en el alojamiento, nos encaminamos directamente al comedor donde estaba preparada la cena. La iluminación en aquel salón era muy pobre porque las bombillas, aunque eran grandes, daban una luz de baja intensidad. Nos sentamos en dos largas mesas y empezaron a servirnos unas desproporcionadas cantidades de pollo guisado y plátano frito.

La carne de pollo tenía un color oscuro, quizás incrementado por la luz del salón, y un sabor intenso, como corresponde a un animal ejercitado y bien alimentado con productos naturales. A juzgar por la longitud de los muslos, los pollos no habían salido de una alienante granja industrial, sino que más bien daban la impresión de haber sido cazados para la ocasión en pleno campo. Alguno incluso llegó a pensar si aquella rica carne que estábamos ingiriendo no sería de algún tipo de loro. Lo cierto es que a todos nos pareció un manjar digno, tierno y muy sabroso.

Pero la cantidad de pollo que nos sirvieron era casi imposible de digerir en un almuerzo después de una jornada de intenso trabajo, y mucho menos en una cena, por lo que una gran parte quedó sin tocar sobre la mesa. Todo en aquel lugar resultó algo inquietante y muy extraño.

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