jueves, 15 de julio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XIX


Aquella jaula de hermosas langostas levantó una expectación que ellas mismas parecieron advertir, a juzgar por el entramado de antenas en nerviosos movimientos, y por sus minúsculos y desconfiados ojos, que parecían sospechar lo que les iba a venir encima. Yo desconocía cuantos de los que estábamos allí habíamos comido langosta anteriormente, pero todo el mundo hablaba de ellas como si formaran parte habitual de nuestra dieta. Con todo ya dispuesto para comenzar el ritual, Rubén fue cogiéndolas una a una, y, tras enderezarles la cola, fue colocándolas sobre un tablón de madera. Luego, sin dejar de sujetarlas con una mano para que no enrollara el cuerpo, con la otra mano le daba un certero tajo de machete y la dividía a lo largo en dos mitades. A continuación cogía cada una de las mitades, todavía con vida propia, y las iba ordenando militarmente sobre la parrilla; operación a la que yo le ayudaba con cierta angustia, intentando alejarlas del fuego antes de que se cocieran en exceso.

Después de la comida, descansamos un rato aliviándonos del calor bajo un techado de palmas secas y la compañía de un penetrante olor a hierbabuena, que, como si fueran algas de color verde intenso, estimulaba las cualidades del ron para que desprendiera su aroma cubano en aquellos gruesos vasos de cristal en el que servían los mojitos. Con tiempo suficiente para que no se nos echara la tarde encima, nos fuimos despidiendo de las personas que nos atendieron, y especialmente le dimos las gracias a nuestro avezado cirujano y especialista en asados. Al darle la mano a Rubén, con el que había congeniado y colaborado en las tareas de cocina, me apartó cuidadosamente del grupo y me dijo discretamente que quería pedirme un favor. Yo le respondí que, si estaba en mi mano, podía contar con ello. Entonces dijo que tenía ahorrados unos dólares y quería que le comprara algunas cosas. Le respondí que no sabía dónde estaba la tienda, pero que si me daba las indicaciones oportunas yo le compraría lo que quisiera. Me dijo que él vivía cerca del hotel donde nos alojábamos y que iba a anotarme en un papel la dirección para que fuera a su casa. Me dio su dirección y quedamos para esa misma noche a una hora concreta.

Recogimos las escasas pertenencias que llevábamos, nos despedimos y nos preparamos para embarcar de nuevo en el velero que nos llevaría de regreso a Varadero. Satisfechos por el día tan espléndido que habíamos pasado en el islote, subimos confiados al barco como si lleváramos años navegando por el Caribe y observados en todo momento por el patrón que ya nos miraba con cara complaciente. Una vez que estuvimos acomodados en el barco entre comentarios divertidos y haciendo alguna que otra glosa a la buena vida y a los sobresaltos que nos causó el cruel destino que había tenido aquel manjar marino, busqué mi improvisado aparejo de pesca y lo lancé de nuevo al mar con la esperanza compartida, y el buen humor de todos los que íbamos en el barco, de pescar una buena pieza.

No hay comentarios: