sábado, 10 de julio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XVIII



Yo desconocía si existía alguna base científica que avalara las cualidades curativas de aquél cóctel, pero mi organismo se estabilizó rápidamente y continué con mi vida normal. Por otra parte, no creo que el médico tuviera la intención de dejarme como un palo, aunque quién sabe lo que le pasaba por la cabeza. Lo que sí me quedó muy claro fue que los conocimientos del camarero para curar a ciertos enfermos eran extraordinarios.

Con todo normalizado nos fuimos a la playa. Avanzada la mañana, disfrutando de aquél exótico entorno y ajeno a las experiencias vividas días atrás, alguien comentó la posibilidad de hacer una excursión a Cayo Libertad. El programa incluía el traslado en un velero y la comida por un precio muy asequible. A todos nos pareció una aventura muy seductora poder navegar por aquellas aguas y pasar el día en la pequeña isla. Así que decidimos disfrutar de la experiencia y contratamos la excursión. Salimos al día siguiente en un barco de construcción moderna con un estilizado casco pintado en rojo y una gran vela blanca, que el patrón empezó a desplegar en cuanto zarpamos del muelle. El patrón, como casi todos los marineros, era un hombre de pocas palabras, eficaz con las advertencias y certero en las respuestas, además de un consumado observador.

En el mar las palabras las silenciaba la brisa y se respiraba una cierta inquietud a medida que nos alejábamos de tierra firme. Eso también despertó nuestros sentidos y la sensación de percibir con mayor intensidad la transparencia turquesa del agua y el color azul del horizonte. Una vez que nos adaptamos al barco y al ambiente marino, comenzamos a intercambiar impresiones distendidamente con el patrón que, pausadamente, nos preguntaba por nuestra procedencia y por la vida en España. Ya avanzado el trayecto, se me ocurrió preguntarle si llevaba en el barco una caña de pescar, me dijo que no, pero que tenía tanza y anzuelos y que si quería los podía utilizar. Le dije que sí, y me facilitó los escasos útiles de pesca que llevaba en una veterana mochila de lona. Empatillé un anzuelo y le puse una pequeña plomada, lo suficiente para que no quedara flotando en la superficie, pero carecía de señuelo con el que poder atraer a los peces, así que al ver la pluma de un alcatraz en el casco del barco, se me ocurrió que podía valer. Cogí la pluma y anudándola en el sedal a modo de muestra, largué el aparejo por la borda.

Con la ilusión de pescar algún pez, llegamos al islote y nos dirigimos al bar de la playa  donde nos esperaban los hombres que se encargarían de atendernos. Nos saludamos y nos aseguraron que pasaríamos un buen día. Uno de ellos, Rubén, el encargado de mantener vivo los rescoldos del fuego que había encendido antes de que llegáramos, y sobre el que se asentaba una parilla de hierro, era una persona muy sociable; con él entablé una cordial relación que me permitió disfrutar, más tarde, echándole una mano con las brasas.

El islote no contaba con grandes infraestructuras turísticas, por lo que la impresión de estar sumergidos en plena naturaleza era aún mayor.  Así que pasamos la mañana tendidos en la blanquísima arena de la playa y dando exploradores paseos hasta que llegó la hora de la comida. Fue entonces cuando trajeron una jaula de madera con una buena cantidad de langostas vivas que situaron al lado de la parrilla incandescente.  

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