viernes, 2 de julio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XVII


Pregunté en la recepción del hotel dónde podía consultar a un médico y me dieron la dirección más próxima. Ya en el consultorio, esperamos a que atendieran a un par de pacientes y cuando llegó mi turno entramos en el despacho, donde esperaba el médico sentado y solo detrás de una mesa metálica. Le expliqué el motivo de mi visita y sin llegar a pronunciar no más de cinco palabras ni levantar la cabeza más de lo imprescindible, comenzó a escribir el nombre de los medicamentos que iba a recomendarme; mientras yo lo miraba algo contrariado. Aunque era una persona joven, no debía tener mucho más de treinta años, tenía un semblante serio y distante. Observé que vestía una camisa raída en la que se podían apreciar pequeños agujeros, lo que indicaba que su nivel de vida no estaba por encima de cualquier operario que prestara un servicio común, o eso daba a entender desde una perspectiva material que, en estos casos, es casi inevitable pensarlo. Cuando terminó de escribir me dio dos recetas: una para unas pastillas y la otra para un tónico. Las cogí y le pregunté dónde podía comprar los medicamentos y, como era obvio, me dijo que en la farmacia.

Ya en la calle, preguntamos dónde podíamos encontrar una y la localizamos fácilmente. La farmacia era un lugar amplio, con techos altos, unas ricas columnas de hierro forjado y las paredes cubiertas con unas antiguas vitrinas de madera; se respiraba olor a limpio y el ambiente era fresco y muy saludable para ser una farmacia. Como no había nadie más que el mancebo, que sí vestía una bata blanca, fuimos atendidos inmediatamente. Le di las recetas y después de leer el nombre de las medicinas dijo que no entendía cómo me habían recetado aquello porque hacía muchos años que no existían. Entonces, le pregunté por algo alternativo y me dijo que lo mejor era que hiciera una dieta. No insistí y nos marchamos con la clara idea de que el arroz en blanco era lo mejor para mi dolencia. Pero, ya no podría olvidar nunca la fisonomía y la incertidumbre que me causó aquél médico. Una vez más me pregunté, si aprovechando la oportunidad que le ofrecía aquel sujeto que se quejaba de algo que era síntoma de algún exceso no muy común en la Isla, su actitud se debía a una resistencia pasiva contra el sistema o que simplemente le cogí en un mal momento y, cualquiera de las dos circunstancias tenía mucho sentido.

Al día siguiente me encontré mejor, y estando por la mañana sentado con los amigos de siempre en la terraza del hotel, desde donde se podían ver de cerca las palmeras de la playa y el azul que unificaba el mar y el cielo, el camarero nos preguntó qué queríamos tomar. En mi caso, le dije que no iba a beber nada debido a lo que me ocurría, y me respondió que la angostura era lo mejor para los síntomas que le contaba. La angostura es un condimento muy amargo que se usa en los cócteles para dar un toque a las diferentes mezclas de bebidas; por lo que no parecía muy descabellado lo que me recomendaba el camarero. Aún así, preferí no tomar nada, pero dijo que me iba a preparar un “Bloody Mary” a la cubana, y que ya vería como me sentaba bien. Preparó aquél cóctel y le añadió unas ostras que a mí me parecieron unos berberechos con un color mucho más oscuro que el que tienen los que yo conocía. Aquello no parecía que tuviera buen color, no por el rojo intenso de la mezcla con aquellas almejas flotando, sino por lo que podría resultar si me decidía a tragarme aquellos bichos. Pero la predisposición y la simpatía del camarero no me dejaron opción, y asumiendo el riesgo de curarme definitivamente o quedarme en Cuba hospitalizado, me tomé aquella mezcolanza.

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