Cuando estábamos aproximándonos al muelle de Varadero, empecé a recoger el sedal y la sorpresa fue mayúscula al ver que traía un tarpón de unos trescientos gramos con el anzuelo bien tragado y sin posibilidad de escape porque llevaba un buen rato muerto. Festejando aquella inesperada captura, desembarcamos y nos despedimos del patrón que sonreía para sí mismo; lo que me pareció una evidencia de que él también había pasado un buen día con nosotros. Le ofrecí que se hiciera cargo de la pesca, cuyo escaso valor no menguaba nuestra sensación de júbilo, y nos dijo que si nos quedábamos más tiempo nos llevaría a pescar algo más emocionante. Ya en tierra firme salimos del muelle y nos dirigimos al hotel en un par de taxis.
Una vez que terminamos de cenar, me dispuse a cumplir con el encargo que tenía pendiente. Preguntamos por la dirección que tenía escrita en el papel y nos dirigimos, ya tarde, a la casa de Rubén. Cuando llegamos a la casa, llamamos e inmediatamente abrió la puerta. Nos saludamos y, tras unos breves comentarios sobre la excursión, me hizo entrega de dos billetes diciéndome lo que quería que le comprara: unos vaqueros, una camisa y chicles. ¿Chicles? Le pregunté. Entonces, sonriente y agrandando los ojos me dijo: Sí, nos gusta mucho masticarlos viendo en la televisión las películas americanas en blanco y negro. Y acto seguido me explicó de corrido dónde se encontraba la tienda en una manzana próxima. Los establecimientos donde se podían conseguir ese tipo de artículos, oficialmente existían en Cuba para satisfacer las necesidades de los turistas, pero como era evidente que ningún extranjero estaba interesado en adquirir, al menos personalmente, ese tipo de productos. Más bien, todo parecía indicar que el público objetivo de esas tiendas eran los propios trabajadores del sector turístico cubano, ya que eran las únicas personas que disponían de dólares a través de las propinas que recibían. Aunque sin descartar a aquellos otros, que por su rango y capacidad de influencia, no terminarían siendo los más favorecidos con ese privilegio.
Emprendimos la marcha caminando en busca del misterioso almacén por calles empedradas y con muy escasa iluminación. Poco a poco, se fue apoderando de nosotros un vago sentimiento de inquietud, tal vez debido a la incertidumbre de estar incurriendo en alguna ilegalidad, o simplemente porque no sabíamos con certeza hacia donde nos dirigíamos. Nada más entrar en la calle supimos, por la bombilla que iluminaba la entrada y por la gente que se agolpaba fuera, la ubicación exacta de la tienda. Esperamos durante un rato nuestro turno y entramos. Era un local pequeño con un mostrador que llegaba casi a la puerta, y en cuyas paredes se alzaban unas estanterías metálicas repletas de pantalones vaqueros de procedencia canadiense que llegaban hasta el techo. Cuando me atendieron le pedí a la dependienta unos pantalones y una camisa de tallas medianas, ya que, entre una cosa y otra, ni Rubén ni yo habíamos caído en aclarar ese detalle, y, por supuesto, los chicles.
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