jueves, 5 de agosto de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXII


Llegamos de vuelta al hotel y nos dirigimos directamente a la habitación rendidos por la intensidad con la que habíamos vivido la expedición al islote. Al día siguiente, domingo, no teníamos programada ninguna actividad y, después de un paseo por la playa, regresamos al hotel para relajarnos en la piscina, donde coincidimos con otros compañeros de viaje. Allí entablamos conversación con un cubano que llevaba largo rato sentado observándonos en uno de los bancos que rodeaban el recinto. Nos dijo que era profesor de inglés y que le gustaba pasar algunos de sus días libres allí, donde, a veces, podía practicar el idioma con los turistas de habla inglesa. También nos contó que tenía la afición de escribir cuentos para niños, pero que todavía no tenía nada publicado. Se trataba de una persona de unos cincuenta años, muy educado y prudente; a pesar de todo, no era muy locuaz y nos costó cierto trabajo sacarle unas palabras. Sin embargo, dado que nuestro mayor interés residía en el conocimiento de los pormenores de la vida en Cuba, procuramos iniciar un intercambio de información y derivamos la conversación hacia las dificultades que atravesaba la realidad española, más que nada para no caer en la pedantería de contarle cómo eran nuestras casas y el número de coches que teníamos por unidad familiar. Pero percibimos con claridad su alejamiento y la pérdida de interés al oír hablar de nuestros supuestos problemas económicos. Lo que él deseaba oír era justamente lo contrario.

Tal vez el conocimiento del alto nivel de vida de otros países pueda alimentar en los estados más  pobres un sentimiento generalizado de frustración, aunque esté teñida de estoicismo, como suele ocurrir cuando la pobreza y la inseguridad son sufridas sin esperanza. Ese no era el caso de Cuba, donde la energía vital, el ingenio, el coraje y la fuerza generada por un poderoso sentimiento de identidad nacional, me hacían pensar que en un régimen de libertades y a partir de los avances ya conseguidos, en poco tiempo, serían capaces de alcanzar un alto nivel de desarrollo. El caso es que este cubano, como la mayoría con los que  habíamos tenido la oportunidad de hablar hasta ese momento, tenía como principal objetivo conocer los bienes materiales que disfrutábamos en España. Así que una vez que asumimos este hecho, no tenía sentido discutir cuáles era mejores, si las bondades de la materia o las del espíritu, y procedimos a contestar sus preguntas sin impedirle la necesidad de soñar. ¿Significaba eso que eran estas personas intelectualmente débiles, poco comprometidas, insolidarias o contrarrevolucionarias? Seguro que no; como tuve la oportunidad de comprobar.

Las contadas relaciones a las que un turista corriente podía tener acceso, no eran representativas para evaluar del todo y objetivamente el nivel de satisfacción o de rechazo hacia una política que, al menos en teoría, propugnaba el reparto justo y solidario de la riqueza y las mismas oportunidades para todos sus ciudadanos; para eso hubiera hecho falta conocer también las opiniones de esa otra parte de la sociedad de mayor peso cualitativo, la que sostiene la estructura y le da cobertura moral e intelectual a un pueblo: los científicos y los poetas, los artistas, los funcionarios, los políticos y los militares, o la disidencia interna. Mucho me hubiera gustado haber tenido la oportunidad de acceder a este tipo de personas que me habrían hablado de política, filosofía o de economía; cada uno de ellos me contaría su realidad, pero tuve que conformarme con la gente corriente, ese tipo de personas que, a veces, dejan una huella indeleble por encima de las creencias y los mitos.

Después de un buen rato de charla, le invitamos a tomar unas copas que él rechazó alegando que se tenía que marchar. Como se acercaba la hora del almuerzo, nos despedimos deseándole que tuviera un buen día. Acabábamos de sentarnos a la mesa cuando me acordé que en el equipaje guardaba un estuche con un elegante bolígrafo que había llevado por si se presentaba la ocasión de hacerle un regalo a alguien. Me levanté y le dije a mi mujer y al resto de acompañantes que me disculparan un momento, y me dirigí de nuevo a la piscina en busca del cubano, que, para mi sorpresa, continuaba sentado en el banco. 

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