La dependienta dijo que no tenía camisas ni chicles, lo que me produjo un gran desconcierto y preocupación al pensar en la ilusión con la que Rubén me había hecho su encargo, sobre todo con las golosinas. En ese estado de confusión le pregunté por el precio de los pantalones y, curiosamente, su respuesta coincidió con el importe exacto que visiblemente sujetaba con mi mano, que descansaba sobre el mostrador. Pagué y salimos del establecimiento, pero la sospecha de que me habían dado gato por liebre empezó a cobrar fuerza durante el camino de regreso. Repasé mentalmente el desarrollo de los acontecimientos, y me percaté de que entre el silencioso ajetreo de los otros compradores, la transacción se había desarrollado con inusitada rapidez. Caminando por aquellas solitarias calles con los pantalones sin envolver debajo del brazo, una fuerte desazón compartida con mi pareja, se fue apoderando de nosotros al pensar en la decepción que iba a sufrir mi amigo cuando le hiciera entrega de una única prenda a cambio de sus ahorros.
Cuando llegamos a la casa y Rubén abrió la puerta confiado en recibir la mercancía, le dije que sólo había podido comprar los pantalones y pude comprobar cómo esta imprevista noticia le fue ensombreciendo el rostro. ¿Los chicles tampoco? me preguntó. Entonces, durantes unos segundos que a mí me parecieron eternos, permanecimos callados: yo sin saber bien que decirle y él intentando asimilar la frustración. Le dije que sentía mucho no haber podido comprar todo lo que me pidió y le expliqué con detalle los pormenores de la compra, mientras podía ver en el interior de la casa a su mujer y a su hija pendientes de la escena, unos pasos por detrás de él. A juzgar por la palidez que había adquirido su piel parecía como si no creyera lo que yo le estaba diciendo. Así que, después de un cruce de miradas con mi mujer como buscando una respuesta rápida a aquella circunstancia, le dije que no se preocupara, que iba a devolverle el dinero. Sin mucho convencimiento, y era razonable, me dijo que no hacía falta, pero yo insistí en que debía cogerlo dado que tenía que haberle preguntado antes el precio y después consultarle la compra. Modestamente cogió el dinero agradeciendo mucho lo que habíamos hecho y nos despedimos con un apretón de manos, mostrando su gratitud con una generosa sonrisa compartida con su familia. Aquello fue una experiencia inesperada que no volvería a repetirse y que, desde luego, nos dejó una sensación de disgusto bastante desagradable, más que nada por lo atribulado del desenlace.
Supongo que el hecho de que Rubén no mencionara nada sobre las tallas de las prendas que me había encargado, debía de significar que no eran para él, y que, posiblemente, su intención fuera revenderlas para obtener algún beneficio; operación que seguramente había efectuado en más ocasiones. Pero lo de los chicles, que volvían a convertirse en un elemento para la reflexión durante el viaje, me dejó la certidumbre de su valor al pensar que aquel sábado por la noche, Rubén y su familia no se deleitarían viendo en la televisión las películas que tanto les gustaban; apurando hasta el último respiro su efímero dulzor mientras eran absorbidos por la mirada de Humphrey Bogart o de Edward G. Robinson.
Ya entonces había escrito un cubano excepcional, Guillermo Cabrero Infante, uno de mis ídolos que no deja de aparecerse para conmoverme con su cara de G. Caín y su cabeza llena de ángeles con aroma de mujeres desnudas, que el cine es la panacea de todos los dolores de la adolescencia. Cómo no iba a comprender lo que significaban las películas americanas para aquella gente. ¿Acaso nunca he dejado de ser yo mismo para vivir la vida de otro en el cine?
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