jueves, 19 de agosto de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXIV





Durante la comida, en un momento determinado, no sé por qué me vino a la memoria cuando cogimos en Madrid el avión que cruzaría el Atlántico con destino a La Habana. Quedándome por delante muchas horas de vuelo para repasar mentalmente las imágenes, y el ideario revolucionario de aquellos héroes vestidos de verde olivo. Que abrieron las ventanas de la esperanza a millones de personas en todo el mundo y, especialmente, en los países subdesarrollados. En mi caso, como en el de tanta gente, la razón de los explotados, los frágiles y los desheredados era absorbida por cada poro de la piel generando una fuerza colosal que llenaba de vida y pasión las creencias de aquellos días; con la certeza de que jugar en ese campo era hacerlo del lado de la justicia y de la libertad.

Sin embargo, lo que ocurrió con el cubano en el restaurante, dibujó una frontera en mi territorio íntimo, poniendo a un lado el derecho a la libre determinación como expresión de la voluntad de los individuos, y de otro los valores de la revolución que yo tenía idealizados. También fue una seria advertencia, que me hizo pensar si debía limitarme a observar y pasar de puntillas sobre determinados asuntos, sin intromisión en las reglas del juego. Y vivir la experiencia del viaje, como un mero espectador, impermeable a las circunstancias y a las relaciones personales con los cubanos. Pero sitiarme era una empresa casi imposible debido al empuje de la edad y al afán por conocer la realidad de un país que en aquellos años era una alegoría de la lucha por la justicia social en América Latina. Donde luchaban por deshacerse de regímenes opresores dirigidos por criminales y déspotas con el amparo y la asistencia directa de los Estados Unidos y sus multinacionales. Y esos eran argumentos que tenían mucho peso.

«Gracias a los norteamericanos y a los países aliados la humanidad pudo librase de la bestialidad del nazismo. Este hecho histórico, nunca fue justamente valorado por la mayoría de los españoles por razones que tienen su origen más reciente en la Guerra Civil y en la no participación de España en la Segunda Guerra Mundial. Nuestra guerra la provocaron y la ganaron con la ayuda de Alemania e Italia las fuerzas conservadoras del “nacional-catolicismo”. Que se sublevaron contra la República Española, en rebeldía, contra una legislación que restringía o anulaba sus privilegios, y para atacar y destruir los avances sociales ya logrados. Como escribe en su Historia de la Guerra Civil Española un militar leal y avanzado, el General Vicente Rojo: “Conservadoras de todo, hasta del analfabetismo y miserias seculares de su pueblo”. Por lo que a media España le era indiferente, o como mínimo inquietante, la victoria aliada contra estos países nazi-fascista. Y la otra media porque había sido derrotada doblemente: Primero porque la República Española no recibió de los países democráticos la ayuda que merecía para defenderse de la voracidad franquista y segundo porque después de ganada la guerra mundial, los aliados no hicieron nada para volver a instaurar un régimen democrático en España. Además, los EE.UU. no tardaron en apoyar la dictadura militar, y asentaron en nuestro territorio varias bases militares. No eran éstas las únicas referencias negativas, que teníamos en la memoria los españoles, de los EE.UU. Unos años atrás, en 1898 el año del desastre, España perdió Cuba. Ese fatídico año se celebró en Madrid una corrida de toros para apoyar y recaudar fondos para la guerra. Y, contaban las crónicas de la época, que los espadas participantes provocaron con sus brindis el entusiasmo del público que enardecido llenaba la Plaza. El diestro Guerrita en su brindis dijo: “¡Brindo al Presidente y a sus compañeros, con el deseo de que el toro se transforme ahora en yanqui!”, y Mazzantini, el segundo diestro de la terna, no se quedó atrás a la hora de hacer el suyo: “¡Que todo el dinero recaudado en esta corrida se gaste en dinamita para romper en mil pedazos aquel país de aventureros llamado Estados Unidos!”. Con estos antecedentes, todavía en 1985  “los americanos” en particular, si no eran nuestros enemigos tampoco es que fueran considerados camaradas. Aún no había caído el muro de Berlín y las fronteras estaban bien delimitadas entre buenos y malos por ambos lados. El encuentro con la inexorable realidad de la experiencia comunista en la Unión Soviética aún no se había producido y Cuba estaba ahí resistiendo el acoso y el estrangulamiento al que le tenían sometidos sus vecinos del norte. En aquellos días el resquemor  “antiamericano” reinaba mucho más allá de nuestro entorno. »

Con la revolución en Cuba habían sufrido los EE.UU. un fuerte revés que alteró el estatus al que siempre habían estado sometidos todos los países de la América Hispana. También habían fracasado en todos sus intentos de derrocar al régimen cubano, y la única estrategia en la que pusieron todas sus esperanzas, de darle un giro a la situación, fue la del aislamiento a través del bloqueo comercial.  Una maniobra política vana y contraproducente, como se ha encargado el tiempo de demostrar, después de más de cincuenta años de vigencia del sistema. No obstante, había países democráticos  que no tenían la misma visión que los norteamericanos como: Canadá y algunos países europeos, que jugaban un papel intermedio de cierto apoyo a Cuba, en determinadas circunstancias, sin que se llegara por ello a enturbiar demasiado las relaciones con los EE.UU. Recuerdo que unos años antes, la llegada de Jimmy Carter a la Casa Blanca en 1977 ayudó a flexibilizar, en parte, la actitud y la percepción que tenían los norteamericanos de los problemas reales de aquella zona que era considerada como su patio trasero. Lo que, de alguna manera, ayudó al triunfo al triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua dos años más tarde, sin que se produjera una intervención militar por su parte.

Y qué decir de nuestro país, que aquel año de 1985 íbamos a cumplir casi una década de vida democrática después de más de cuarenta años de dictadura. Por aquel entonces la Revolución Cubana, con toda su iconografía –Y el peso moral del Presidente Salvador Allende, que pagó con su vida la dignidad y legitimidad de su cargo antes que rendirse al golpe militar en Chile – todavía mantenía muy vivos los utópicos anhelos y el aprecio de una parte importante de la población entre la que yo me encontraba.

Pero, a partir de aquél incidente en el restaurante del hotel, mi relación con Lina comenzó a enfriarse. Yo no volví a comentarle nada sobre lo ocurrido, y ella tampoco me haría ninguna referencia hasta un día antes de nuestra vuelta a España.

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