Cuando llegué hasta él, le pedí que me acompañara diciéndole que quería darle una cosa. Se levantó del banco y me siguió hasta la habitación del hotel. Dentro de la habitación le dije que me esperara un momento, y comencé a buscar en la maleta el estuche con el bolígrafo que no encontraba por ninguna parte. Entonces le comenté lo que estaba buscando con la seguridad de que el estuche había llegado a Cuba con mis pertenencias. Aquello estimuló su curiosidad diciéndome reiteradamente que no me preocupara a la vez que preguntaba si no estaría en este lugar o en ese otro. Lo revolví todo buscándolo sin encontrar rastro alguno, hasta que caí en la cuenta de que el bolígrafo debió volar junto con la lencería el primer día de nuestra estancia en la Isla.
Mi intención de querer darle a este hombre un pequeño obsequio había quedado en manos del azar, que le procuraría un destino más incierto. El cubano, quedándose con la miel en los labios, no dijo nada, pero se le notaba por sus gestos que la suerte no había estado de su lado ese día. Entonces le pedí que volviera a acompañarme al restaurante con la intención de invitarle a comer con nosotros. Cuando llegamos a la puerta dudó en pasar, pero le insistí y aceptó. A punto de sentarse con el asentimiento de los compañeros que compartíamos la mesa, inesperadamente, apareció Lina y le dijo que le acompañara que quería hablar con él. Entonces el cubano, visiblemente inquieto, la siguió hasta la puerta y yo les seguí a los dos preguntándole a Lina por lo que ocurría. Cuando estábamos los tres fuera del restaurante, ella me dijo que no podía quedarse a comer con nosotros y al cubano le dijo que él sabía muy bien que aquello no lo podía hacer. Le respondí que no estábamos en un club privado con derecho de admisión, que le había invitado a comer y no había ninguna razón para que no pudiera hacerlo. Ella me dijo que entendía mi buena voluntad, pero que yo no sabía como se llevaban allí las cosas y que tenía que marcharse. Entonces le dije que independientemente de cómo se llevaran allí las cosas, aquello no tenía ninguna justificación. Pero, al ver el estado de nerviosismo del cubano, y, en previsión de que aquello pudiera convertirse en algo perjudicial para él, desistí y me volví, algo disgustado, a la mesa donde esperaban a que les contara lo que había sucedido. Como aquello sucedió a la vista del resto de comensales, todos hablaban de lo ocurrido en sus respectivas mesas en un ambiente enrarecido y silencioso. Poco después volvió Lina, se sentó a la mesa que compartía con otros compañeros del grupo, y todo fue cogiendo su pulso normal en un clima de aparente normalidad.
No volví a saber más del cubano ni lo que Lina le diría después de marcharme. Pero, definitivamente, aquél no fue el mejor día para este buen hombre, que se pasó la jornada acompañando a gente de un lado a otro para terminar abroncado y sin el bolígrafo Parker con el que podría haber escrito alguno de sus cuentos y luego lo hubiera podido lucir orgulloso en el bolsillo de la camisa.
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