jueves, 30 de septiembre de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXX


Aquel grupo de jóvenes resultaba demasiado correcto en sus modales, y la verdad, no parecía pertenecer a la base social de la ciudad. Eran estudiantes muy bien educados, que derivaban, invariablemente, los distintos temas de conversación hacia los estudios que realizaban, o sobre las riquezas y virtudes de la música cubana, evitando la política o los asuntos controvertidos. Tampoco hacían preguntas sobre nuestra forma de vida, lo que en sí mismo ya llamaba la atención, y me pareció que eso era también una señal de su estatus. Hicieron hincapié en que cualquiera podía participar en aquellos bailes, y, en efecto, las puertas del recinto permanecieron abiertas todo el rato, pero algo me hacía dudar y me quedé con las ganas de preguntar a los muchachos de la calle, qué clase de fiestas se daban allí, y quienes podían participar. No lo hice. Si les hubiera preguntado habría obtenido una respuesta espontánea y veraz. Pero, quizás en el fondo, no quería saberlo.

Eso mismo le pareció a Germán, un compañero de Sevilla, que me dijo por el camino:

-A veces tengo la sensación de que estoy aquí como si fuera un americano de Morón. ¿Recuerdas cuando paseaban con esos coches tan enormes y con la avidez que mirábamos sus radio cassettes o las zapatillas All Star? Entonces, andábamos detrás de algún conocido que trabajaba en la Base para conseguir un equipo de música Pioneer, discos o algún objeto que estaba muy lejos de nuestras posibilidades.

-Sí, yo también recuerdo muy bien a los de Rota, le contesté. Con sus camionetas Pick Up de la policía militar, los trapicheos que se hacían con la gasolina y los tableros que habían formado sus grandes cajas de embalaje con las numeraciones de referencia pintadas en negro, que siempre tenían alguna utilidad, o las gafas de piloto. Cualquier cosa era codiciada y tenía un valor añadido de calidad y de privilegio al que no todo el mundo tenía acceso, le dije.

Entonces, le conté una anécdota de un suceso que yo había presenciado siendo muy joven en una calle Jerez entre un paisano, que no sobrepasaba mucho el metro sesenta, pero que conducía una flamante moto Ducati, y un americano grande, rubio y pecoso que conducía un Chevrolet de color verde con el techo blanco. El americano frenó el coche en el lado izquierdo de la calle, obstaculizándole el paso a la moto y paralizando la circulación. Supongo que venían calentándose: uno porque iba en su Ducati nueva, estaba en su país y le tocaría los cojones que el americano no lo tuviera en cuenta al conducir como el amo del rancho; y el otro, porque no iba a consentir que un españolito de mierda le tocara los suyos; que deberían de ser como pelotas de béisbol. El caso es que visiblemente encolerizado, el americano se bajó del coche rápidamente y, sin mediar palabra, abrió el maletero, sacó el armazón de madera de un rifle, y agarrándolo por el mástil lo levantó haciéndole ver al motorista que podía matarlo allí mismo y partir la moto en dos, y eso que una Ducati era mucha moto en aquellos tiempos. Todo quedó en silencio. El motorista guardaba el equilibrio de la moto con las dos piernas abiertas y las manos agarradas al manillar sin decir palabra, pero tampoco sin rehuirle la mirada. Consciente de que cualquier movimiento por su parte podría dar pie a que el vaquero descargara su furia, sin tener la posibilidad de defenderse. Convencido de su superioridad y sin perder la compostura de legítima defensa,  el americano guardó la culata en el maletero, se montó en el coche y siguió solo su camino. Aunque todo transcurrió muy deprisa, los segundos que tardó el motorista en continuar el suyo fueron suficientes para que el americano desapareciera al final de la calle.
 
-Claro, ese tipo de cosas pueden pasar en cualquier sitio, porque siempre hay gente violenta y dispuesta a liarla - dijo Germán.

-Sí, fue algo como de película. No sé por qué, pero de pronto me he acordado de aquella escena.

-Seguro que aquel americano también había visto esa escena muchas veces en el cine. Además, tío, los marines no se andan con chiquitas -dijo Germán. Los fines de semana, por ejemplo, es algo habitual que se peleen entre ellos mientras se toman unas copas en algún bar. Pero, al margen de todo esto, no se me quita de la cabeza eso de que nosotros ahora somos para los cubanos, como pacíficos turistas algo parecido… ¿Qué coño pintamos aquí?- continuó diciendo Germán.

-Ten en cuenta que, aunque los chicos de esa fiesta no se comportaban como si tuvieran necesidades porque parecían gente de cierto nivel, nosotros aquí somos como los americanos.

- Creo que te estás liando, Germán.

-No creas, quizás no me he explicado bien. Lo que quiero decir es que los cubanos anhelan nuestro nivel de vida, lo mismo que nosotros años atrás, también envidiábamos el de los americanos, y me produce cierto pudor tener ese papel -aclaró Germán.

-Tampoco todo el mundo envidiaba a los americanos, Germán. No todo el mundo. Como tampoco todos los cubanos tendrán, entre sus metas soñadas, alcanzar nuestro nivel de vida. Lo que ocurre es que en materia de anhelos, lo mismo da la edad que se tenga o el volumen de la ideología que se defienda, es un afán supremo que tiene el ser humano. Mucho más invencible que la sed que tenemos nosotros ahora; y por eso se harán las revoluciones. Anda, que nos hemos juntado dos buenos, Germán.

jueves, 23 de septiembre de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXIX


¡Ah, Vilma Espín es una de las mujeres más importantes que tenemos en Cuba! contestó Lina. Ella es la Presidente de la Federación de Mujeres Cubanas. Yo he tenido la oportunidad de conocerla y de hablar con ella en alguna ocasión. Es una persona muy inteligente y combativa que estuvo comprometida desde los orígenes de la revolución; ya con anterioridad participó activamente en las manifestaciones contra el gobierno de Batista. Y por cierto, está casada con Raúl Castro. En Cuba las mujeres siempre hemos estado implicadas en las tareas revolucionarias y del gobierno, aunque al final parezca que los logros sólo son cosa de los hombres, dijo Lina soltando una risa espontánea. Y concluyó argumentando que todavía le quedan a las mujeres mucho territorio que conquistar y revoluciones que afrontar. Por el tono que empleó, algo en las palabras de Lina me hizo pensar en una segunda lectura, como si no fuera del todo sincera al hablar de determinados acontecimientos o al referirse a personas concretas. Aunque no lo hizo en el caso de Vilma Espín, creo que dejaba entrever un poso de acidez por alguna herida abierta o de rebeldía, de la que no podía deshacerse, por algún contratiempo o desengaño no muy lejano.    

Regresamos al hotel y, tras la cena, quedamos con los compañeros habituales para hacer un recorrido por la ciudad. Nos dirigimos hacia el casco antiguo para rematar el día con algunos mojitos. Al pasar por delante de una antigua casa palacio, y atraídos por la música de salsa que desde el interior se escuchaba en toda la calle, nos asomamos al zaguán y pudimos ver a un grupo de jóvenes que bailaban al son. Al advertir nuestra presencia, se acercaron un par de  ellos y nos invitaron a pasar. Entramos y rápidamente comenzamos a participar de la velada. En el patio de columnas había un pequeño escenario con una mesa en la que estaba el equipo de sonido que reproducía la música cubana, en un ambiente sosegado, sin consumir ningún tipo de bebidas. Mientras en la calle los niños y las niñas se divertían jugando a ladrones y policías, al trompo, a los cromos o al tocaté, los mismos juegos con los que nos divertíamos los niños españoles hasta bien entrados los años setenta.

Nos quedamos allí bailando, unos mejor que otros, pero todos arropados y guiados por nuestros jóvenes maestros, hasta que nos rindió la sensual agitación de la salsa y la actividad de todo el día. Secos como el esparto, pero satisfechos y sonrientes, nos despedimos agradeciéndoles que nos hubieran invitado a compartir con ellos un rato tan amigable y sabroso. Y nos fuimos caminando por aquellas familiares calles de regreso al hotel, cortejados por el aroma de una dama de noche que, desde algún jardín oculto, suspiraba en las sombras. 

jueves, 16 de septiembre de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXVIII


Embarcamos y, después de abrochamos los preceptivos cinturones, despegamos con rumbo a Santiago de Cuba en un moderno avión turbo-hélice Tupolev, destinado a prestar servicio entre las distintas localidades de la Isla. Dentro del aparato, cada cual se perdió en su silencio. Tal vez porque, a determinadas alturas, somos un poco como el polvo en la tormenta, quiero decir que se incrementa bastante la sensación de estar a la deriva en un cuerpo indefenso.

Rodeada por la Sierra Maestra, Santiago fue la primera capital de Cuba, y, antes de partir hacia la conquista de México, Hernán Cortes su primer alcalde. Allí, en Santiago de Cuba, con los primeros choques armados entre los guerrilleros y el ejército, tuvo su inicio la revolución. En la madrugada de 26 de Julio de 1953 se llevó a cabo el asalto al cuartel de Moncada, y en 1956 se produjo el levantamiento popular donde salieron por primera vez a la calle las milicias de verde olivo con el brazalete rojo y negro.   

Aterrizamos en Santiago y nos trasladamos desde el aeropuerto hasta el hotel, donde nos acondicionamos rápidamente y comimos pronto, ya que debíamos descansar un rato antes de la visita en grupo al cuartel de Moncada. Este cuartel, construido a mediados del siglo XIX con el nombre de Reina Mercedes, albergó a la caballería española que combatió a los independentistas cubanos. Y en él se izó por primera vez la bandera estadounidense en la Isla después de la toma de Santiago de Cuba en 1898 por el ejército de los EE.UU. En estas instalaciones estuvo prisionero unos años antes, por un período de seis meses, el general cubano Guillermo Moncada. Por lo que después de la guerra de la Independencia, como homenaje a la memoria de este general del Ejército Libertador, el cuartel pasó a llevar su nombre.  
 
Cuando estábamos llegando a la puerta principal del famoso cuartel, bajamos del autobús e inmediatamente vimos los impactos de bala que se mantenían vivos en la fachada, como testimonio del primer asalto que dirigió Fidel Castro en 1953. Lina nos relató los preparativos y pormenores del combate que se libró en ese lugar entre los jóvenes guerrilleros y los soldados de Batista. Dijo que no consiguieron tomarlo por imprevistos del azar en aquella madrugada en la que se celebraban las populares fiestas de Carnaval en Santiago. Y que después del asalto fallido, Fidel y otros compañeros pudieron refugiarse en la casa de Vilma Espín, aquí en Santiago. Continuó contando, que cuando Fidel fue capturado y juzgado junto a otros compañeros de armas, como consecuencia del asalto al cuartel, durante el juicio dio a conocer su alegato de defensa conocido como “La Historia me absolverá”. Lina leyó en una guía un extracto del testimonio de Fidel Castro que decía: “El cuartel Moncada se convirtió en un taller de tortura y de muerte, y unos hombres indignos convirtieron el uniforme militar en delantales de carniceros. Los muros se salpicaron de sangre: en las paredes las balas quedaron incrustadas con fragmentos de piel, sesos y cabellos humanos, chamuscados por el disparo a boca de jarro, y el césped se cubrió de oscura y pegajosa sangre. Yo sé que sienten con repugnancia el olor de sangre homicida que impregna hasta la última piedra del cuartel Moncada”.
 
El 1 de enero de 1959, después de que las columnas de guerrilleros entraran triunfalmente en la ciudad de la Habana, aquí en Santiago las tropas del ejército intentaron evitar que los revolucionarios se hicieran con la ciudad. Pero en una acción determinante, comandada por Raúl Castro, tomaron por sorpresa el cuartel y obligaron a los soldados a rendirse, quedando la ciudad en manos de los asaltantes. Lina continuó contándonos que, un año después del triunfo de la revolución, en enero de 1960, la fortificación dejó de ser un cuartel para convertirse en una ciudad escolar. Lo mismo se haría, ese mismo año, en el municipio de Marianao en La Habana con el Campamento Militar de Columbia, sede del Estado Mayor del Ejército y centro de mando del gobierno de Batista, que pasó a ser otra escuela, inaugurada por Camilo Cienfuegos, con el nombre de Ciudad Escolar Libertad. Estos hechos tan simbólicos demuestran, o al menos son indicativos fidedignos de que uno de los propósitos de la revolución era conseguir que la vitalidad del pueblo residiera en la educación. En ese momento, un compañero le preguntó a Lina por la importancia de Camilo Cienfuegos, ya que su imagen estaba presente en toda Cuba al igual que la del “Che”. Alguien dijo que debía de ser una persona muy querida por los cubanos. Lina contestó diciendo: ¡Él era hijo de españoles! Sí, efectivamente era una persona muy querida en Cuba, lo considerábamos el Comandante del Pueblo. Desgraciadamente, murió en un accidente de aviación, pero ese es un asunto que está pendiente de esclarecerse. Quiero decir que, aunque no se encontró el avión, se sabe que su muerte se debió a un fatídico accidente.
 
Una de las versiones más fiables de la muerte de Camilo Cienfuegos era atribuida al derribo de su avión por un caza de las fuerzas aéreas revolucionarias a su regreso de Camaguey, adonde le enviaron con la misión de detener a Huber Matos, comandante militar de la provincia que había presentado su renuncia por no estar de acuerdo con el giro que estaba tomando la revolución hacia los postulados comunistas. Cuestión, por cierto, con la que tampoco estaba de acuerdo Camilo Cienfuegos.  Otra versión de los hechos es la de que fue asesinado tras tomar tierra por un desencuentro con otros comandantes. Ambas versiones tienen como supuestos referentes a Fidel y Raúl Castro, a quienes se les atribuye la acción directa en la desaparición del carismático líder.
 
Me pareció que Lina se guardaba su propia versión de los hechos, y que salió hábilmente del asunto, dirigiendo la atención hacia lo que veníamos hablando sobre la transformación de los cuarteles en escuelas. Terminada la visita emprendimos el camino de regreso al hotel y, durante el trayecto, impresionados por el relato de los acontecimientos que sucedieron en el cuartel, y por lo acaecido con posterioridad, una compañera de viaje le preguntó a Lina quién era Vilma Espín.  

jueves, 9 de septiembre de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXVII


Mientras esperábamos en la sala de embarque, llegó caminando lentamente un anciano muy delgado que se aproximaba a los dos metros de altura, acompañado de otra persona con el aspecto de ser su guardaespaldas. Por debajo del tradicional sombrero cubano se podía a preciar, todavía vigoroso, una buena cantidad de pelo blanco, así como una simbólica barba que le peinaba delicadamente el cuello de la tradicional guayabera cubana. Pude ver que tenía los ojos azules.

Caminaba con dificultad ayudándose de una muleta, debido a un abultado vendaje en un pie por el que le asomaban los dedos con un color pasado de violeta intenso. Pensé que, en su estado, tal vez hubiera sido más conveniente que se desplazara en silla de ruedas. Parecía, además, muy cansado (no sé si por el peso de la historia o por el de la diabetes), pero desprendía ese aura que irradian las personas que tienen tras de sí una vida muy intensa o han ejercido en un alto grado las obligaciones del poder. No tuve ninguna duda de que aquel hombre, de aspecto cervantino y tan atrayente, había sido alguien muy importante.

Tuvimos la suerte de que se sentaran enfrente de nosotros, así que pude observarlo durante un buen rato haciéndome cábalas sobre su vida. ¿Quién sería aquel personaje tan auténtico? ¿Habría desembarcado del Granma junto con Fidel y el “Che”? ¿O tal vez luchó en Sierra Maestra o en las mismísimas calles de Santiago contra los soldados de Fulgencio Batista? Después de un tiempo bastante largo, me incliné por pensar que parecía más bien un intelectual revolucionario. Yo no le quitaba la vista de encima y el guardaespaldas a mí tampoco. Pero ya me había escudriñado lo suficiente como para asegurarse de que no les observaba con ninguna aviesa intención. En cierto momento llegó incluso a sonreírme, a lo que yo le respondí con otra sonrisa como si ya fuéramos viejos conocidos. Quizá por haber despertado su curiosidad o para distraer las horas que llevaría en tan sepulcral silencio, sin distanciarse demasiado de su protegido, se levantó de su asiento permitiéndome el acercamiento. El interés del guardaespaldas por entablar conversación era evidente.

Me aproximé y lo saludé preguntándole quién era aquella persona que parecía tan importante. El guardaespaldas era una persona joven, más o menos de mi edad, y no era corpulento ni tenía una apariencia intimidatoria, por lo que el acceso fue muy natural y cordial, aunque guardando las debidas distancias. Sopesando bien lo que iba a decir, dado lo comedido de sus palabras, me preguntó con una leve sonrisa si éramos españoles. Le dije que sí y le conté el motivo de nuestra estancia en Cuba y los lugares que habíamos visitado. Me volvió a preguntar cómo era la vida en España y le dije que desde la llegada de la democracia el país había evolucionado mucho y estábamos en permanente transformación. Que seguramente entraríamos pronto a formar parte de la OTAN y de la Comunidad Económica Europea. Pero que también existía mucha agitación social motivada por un crecimiento continuo del desempleo. Entonces, como si todo lo anterior hubiera sido un preámbulo premeditado, me hizo la pregunta clave: ¿Es verdad que en España todos tenéis coche propio? Yo le que respondí que no todos, pero que cualquiera que tuviera un buen trabajo podía tener acceso a comprarse uno. En ese momento llegó Lina advirtiéndonos de que teníamos que ponernos en marcha rápidamente para embarcar en el avión, que iba a salir en pocos minutos. Por lo que no tuve más tiempo para hablar con el guardaespaldas y así poder descubrir quién era esa persona que me tenía tan intrigado. Pero al despedirse me dijo: él es uno de los padres de la revolución. Seguidamente le pregunté por el nombre, pero ya no tuve oportunidad de recibir su respuesta, limitándose a desearme un buen viaje. Creo que ellos embarcaron con nosotros en el mismo avión, pero yo no volvería a ver más de cerca a uno de los padres de la revolución ni a su guardaespaldas, con quien hubiera podido satisfacer mi reavivada curiosidad por aquel personaje.

jueves, 2 de septiembre de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXVI


Por la mañana, mientras esperábamos el autobús que nos trasladaría al aeropuerto, me encontré con Miguel y le pregunté cómo habían pasado la noche después de lo ocurrido el día anterior. Me dijo que venía de hablar con Lina para decirle que, por motivos personales, no iba a continuar el viaje. Al parecer, ya le había solicitado que emprendiera las gestiones oportunas para poder quedarse en La Habana a la espera de nuestro regreso de Santiago de Cuba. Me contó que Lina le había prevenido sobre la dificultad que entrañaba buscar una solución satisfactoria debido a la naturaleza de su caso particular, y que sería diferente si su petición se debiera a razones de salud, o a otra causa de fuerza mayor. En cualquier caso, intentaría arreglarlo con las autoridades de la Oficina de Turismo en el aeropuerto.

Cuando llegó el autobús, subimos todo el grupo y emprendimos la marcha intentando asimilar el difícil momento por el que estaba atravesando esta pareja de compañeros de viaje. En un momento del recorrido, dentro todavía de Varadero, Lina  señaló a través de la ventana del autobús una bonita mansión de verano diciendo: “Aquella casa que veis allí perteneció a Al Capone”. Inmediatamente, todos nos levantamos de nuestros asientos mostrando una máxima expectación, y, señalándola con el dedo, nos miramos unos a otros, repitiendo como un eco: “Esa es la casa de Al Capone”.

Cuando Lina nos señaló la residencia en Cuba del gángster más famoso de la historia, después de comprobar la reacción del resto de compañeros, tuve la sensación de que el viaje había entrado en su verdadera dimensión turística. En ese momento tuve la certeza de que, por encima de otros descubrimientos, aquella información de Lina iba a ocupar, en el futuro relato de las experiencias del viaje, un lugar de excepción para la mayoría de mis compañeros. De hecho, a Lina le llovió un aluvión de preguntas que respondió diciendo: “Varadero era su playa favorita, aquí pasaba largas temporadas disfrutando de todos los placeres, al igual que hacían otros famosos mafiosos de la época. En este privilegiado lugar se daba a la buena vida, mientras preparaba sus próximas actividades delictivas. Cuba era la casa de recreo para muchos, pero a todos esos los echamos pronto”, recalcó Lina.

Cuando llegamos al aeropuerto de la Habana, cogimos nuestros equipajes y nos dirigimos a la sala donde esperaríamos unas horas hasta la salida del vuelo a Santiago de Cuba. Allí pudimos observar cómo Lina hablaba con Miguel en un último intento de arreglar la situación, sin éxito. Porque Miguel, en rebeldía consigo mismo y sus circunstancias, había puesto pie en pared para reconducir su vida, posiblemente, en el momento menos apropiado. Mientras Estefanía controlaba su indignación arropada por las compañeras más próximas.

A continuación, Lina reunió a la pareja y los condujo a unas dependencias del aeropuerto donde consiguió, después de plantearles algunos argumentos de procedimientos internos insalvables, que se quedaran en la Habana hasta nuestra vuelta de Santiago. Tal vez así tuvieran la oportunidad de solucionar sus diferencias. A nosotros, solo nos quedaba despedirnos de ellos, animándolos con la confianza de que todo quedaría resuelto a nuestra vuelta, y se marcharon en un taxi al hotel donde le habían reservado plaza. Lo ocurrido con esta pareja de compañeros de viaje nos afectó a todos porque compartíamos el inicio de un proyecto de vida en pareja, que en su caso parecía haber naufragado demasiado pronto. Más tarde, Lina nos confesó que se había propuesto que no se marcharan cada uno por su lado, “aunque hubiera tenido que tomar cartas en el asunto el mismísimo Fidel Castro”.