¡Ah, Vilma Espín es una de las mujeres más importantes que tenemos en Cuba! contestó Lina. Ella es la Presidente de la Federación de Mujeres Cubanas. Yo he tenido la oportunidad de conocerla y de hablar con ella en alguna ocasión. Es una persona muy inteligente y combativa que estuvo comprometida desde los orígenes de la revolución; ya con anterioridad participó activamente en las manifestaciones contra el gobierno de Batista. Y por cierto, está casada con Raúl Castro. En Cuba las mujeres siempre hemos estado implicadas en las tareas revolucionarias y del gobierno, aunque al final parezca que los logros sólo son cosa de los hombres, dijo Lina soltando una risa espontánea. Y concluyó argumentando que todavía le quedan a las mujeres mucho territorio que conquistar y revoluciones que afrontar. Por el tono que empleó, algo en las palabras de Lina me hizo pensar en una segunda lectura, como si no fuera del todo sincera al hablar de determinados acontecimientos o al referirse a personas concretas. Aunque no lo hizo en el caso de Vilma Espín, creo que dejaba entrever un poso de acidez por alguna herida abierta o de rebeldía, de la que no podía deshacerse, por algún contratiempo o desengaño no muy lejano.
Regresamos al hotel y, tras la cena, quedamos con los compañeros habituales para hacer un recorrido por la ciudad. Nos dirigimos hacia el casco antiguo para rematar el día con algunos mojitos. Al pasar por delante de una antigua casa palacio, y atraídos por la música de salsa que desde el interior se escuchaba en toda la calle, nos asomamos al zaguán y pudimos ver a un grupo de jóvenes que bailaban al son. Al advertir nuestra presencia, se acercaron un par de ellos y nos invitaron a pasar. Entramos y rápidamente comenzamos a participar de la velada. En el patio de columnas había un pequeño escenario con una mesa en la que estaba el equipo de sonido que reproducía la música cubana, en un ambiente sosegado, sin consumir ningún tipo de bebidas. Mientras en la calle los niños y las niñas se divertían jugando a ladrones y policías, al trompo, a los cromos o al tocaté, los mismos juegos con los que nos divertíamos los niños españoles hasta bien entrados los años setenta.
Nos quedamos allí bailando, unos mejor que otros, pero todos arropados y guiados por nuestros jóvenes maestros, hasta que nos rindió la sensual agitación de la salsa y la actividad de todo el día. Secos como el esparto, pero satisfechos y sonrientes, nos despedimos agradeciéndoles que nos hubieran invitado a compartir con ellos un rato tan amigable y sabroso. Y nos fuimos caminando por aquellas familiares calles de regreso al hotel, cortejados por el aroma de una dama de noche que, desde algún jardín oculto, suspiraba en las sombras.
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