jueves, 2 de septiembre de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXVI


Por la mañana, mientras esperábamos el autobús que nos trasladaría al aeropuerto, me encontré con Miguel y le pregunté cómo habían pasado la noche después de lo ocurrido el día anterior. Me dijo que venía de hablar con Lina para decirle que, por motivos personales, no iba a continuar el viaje. Al parecer, ya le había solicitado que emprendiera las gestiones oportunas para poder quedarse en La Habana a la espera de nuestro regreso de Santiago de Cuba. Me contó que Lina le había prevenido sobre la dificultad que entrañaba buscar una solución satisfactoria debido a la naturaleza de su caso particular, y que sería diferente si su petición se debiera a razones de salud, o a otra causa de fuerza mayor. En cualquier caso, intentaría arreglarlo con las autoridades de la Oficina de Turismo en el aeropuerto.

Cuando llegó el autobús, subimos todo el grupo y emprendimos la marcha intentando asimilar el difícil momento por el que estaba atravesando esta pareja de compañeros de viaje. En un momento del recorrido, dentro todavía de Varadero, Lina  señaló a través de la ventana del autobús una bonita mansión de verano diciendo: “Aquella casa que veis allí perteneció a Al Capone”. Inmediatamente, todos nos levantamos de nuestros asientos mostrando una máxima expectación, y, señalándola con el dedo, nos miramos unos a otros, repitiendo como un eco: “Esa es la casa de Al Capone”.

Cuando Lina nos señaló la residencia en Cuba del gángster más famoso de la historia, después de comprobar la reacción del resto de compañeros, tuve la sensación de que el viaje había entrado en su verdadera dimensión turística. En ese momento tuve la certeza de que, por encima de otros descubrimientos, aquella información de Lina iba a ocupar, en el futuro relato de las experiencias del viaje, un lugar de excepción para la mayoría de mis compañeros. De hecho, a Lina le llovió un aluvión de preguntas que respondió diciendo: “Varadero era su playa favorita, aquí pasaba largas temporadas disfrutando de todos los placeres, al igual que hacían otros famosos mafiosos de la época. En este privilegiado lugar se daba a la buena vida, mientras preparaba sus próximas actividades delictivas. Cuba era la casa de recreo para muchos, pero a todos esos los echamos pronto”, recalcó Lina.

Cuando llegamos al aeropuerto de la Habana, cogimos nuestros equipajes y nos dirigimos a la sala donde esperaríamos unas horas hasta la salida del vuelo a Santiago de Cuba. Allí pudimos observar cómo Lina hablaba con Miguel en un último intento de arreglar la situación, sin éxito. Porque Miguel, en rebeldía consigo mismo y sus circunstancias, había puesto pie en pared para reconducir su vida, posiblemente, en el momento menos apropiado. Mientras Estefanía controlaba su indignación arropada por las compañeras más próximas.

A continuación, Lina reunió a la pareja y los condujo a unas dependencias del aeropuerto donde consiguió, después de plantearles algunos argumentos de procedimientos internos insalvables, que se quedaran en la Habana hasta nuestra vuelta de Santiago. Tal vez así tuvieran la oportunidad de solucionar sus diferencias. A nosotros, solo nos quedaba despedirnos de ellos, animándolos con la confianza de que todo quedaría resuelto a nuestra vuelta, y se marcharon en un taxi al hotel donde le habían reservado plaza. Lo ocurrido con esta pareja de compañeros de viaje nos afectó a todos porque compartíamos el inicio de un proyecto de vida en pareja, que en su caso parecía haber naufragado demasiado pronto. Más tarde, Lina nos confesó que se había propuesto que no se marcharan cada uno por su lado, “aunque hubiera tenido que tomar cartas en el asunto el mismísimo Fidel Castro”. 

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