Mientras esperábamos en la sala de embarque, llegó caminando lentamente un anciano muy delgado que se aproximaba a los dos metros de altura, acompañado de otra persona con el aspecto de ser su guardaespaldas. Por debajo del tradicional sombrero cubano se podía a preciar, todavía vigoroso, una buena cantidad de pelo blanco, así como una simbólica barba que le peinaba delicadamente el cuello de la tradicional guayabera cubana. Pude ver que tenía los ojos azules.
Caminaba con dificultad ayudándose de una muleta, debido a un abultado vendaje en un pie por el que le asomaban los dedos con un color pasado de violeta intenso. Pensé que, en su estado, tal vez hubiera sido más conveniente que se desplazara en silla de ruedas. Parecía, además, muy cansado (no sé si por el peso de la historia o por el de la diabetes), pero desprendía ese aura que irradian las personas que tienen tras de sí una vida muy intensa o han ejercido en un alto grado las obligaciones del poder. No tuve ninguna duda de que aquel hombre, de aspecto cervantino y tan atrayente, había sido alguien muy importante.
Tuvimos la suerte de que se sentaran enfrente de nosotros, así que pude observarlo durante un buen rato haciéndome cábalas sobre su vida. ¿Quién sería aquel personaje tan auténtico? ¿Habría desembarcado del Granma junto con Fidel y el “Che”? ¿O tal vez luchó en Sierra Maestra o en las mismísimas calles de Santiago contra los soldados de Fulgencio Batista? Después de un tiempo bastante largo, me incliné por pensar que parecía más bien un intelectual revolucionario. Yo no le quitaba la vista de encima y el guardaespaldas a mí tampoco. Pero ya me había escudriñado lo suficiente como para asegurarse de que no les observaba con ninguna aviesa intención. En cierto momento llegó incluso a sonreírme, a lo que yo le respondí con otra sonrisa como si ya fuéramos viejos conocidos. Quizá por haber despertado su curiosidad o para distraer las horas que llevaría en tan sepulcral silencio, sin distanciarse demasiado de su protegido, se levantó de su asiento permitiéndome el acercamiento. El interés del guardaespaldas por entablar conversación era evidente.
Me aproximé y lo saludé preguntándole quién era aquella persona que parecía tan importante. El guardaespaldas era una persona joven, más o menos de mi edad, y no era corpulento ni tenía una apariencia intimidatoria, por lo que el acceso fue muy natural y cordial, aunque guardando las debidas distancias. Sopesando bien lo que iba a decir, dado lo comedido de sus palabras, me preguntó con una leve sonrisa si éramos españoles. Le dije que sí y le conté el motivo de nuestra estancia en Cuba y los lugares que habíamos visitado. Me volvió a preguntar cómo era la vida en España y le dije que desde la llegada de la democracia el país había evolucionado mucho y estábamos en permanente transformación. Que seguramente entraríamos pronto a formar parte de la OTAN y de la Comunidad Económica Europea. Pero que también existía mucha agitación social motivada por un crecimiento continuo del desempleo. Entonces, como si todo lo anterior hubiera sido un preámbulo premeditado, me hizo la pregunta clave: ¿Es verdad que en España todos tenéis coche propio? Yo le que respondí que no todos, pero que cualquiera que tuviera un buen trabajo podía tener acceso a comprarse uno. En ese momento llegó Lina advirtiéndonos de que teníamos que ponernos en marcha rápidamente para embarcar en el avión, que iba a salir en pocos minutos. Por lo que no tuve más tiempo para hablar con el guardaespaldas y así poder descubrir quién era esa persona que me tenía tan intrigado. Pero al despedirse me dijo: él es uno de los padres de la revolución. Seguidamente le pregunté por el nombre, pero ya no tuve oportunidad de recibir su respuesta, limitándose a desearme un buen viaje. Creo que ellos embarcaron con nosotros en el mismo avión, pero yo no volvería a ver más de cerca a uno de los padres de la revolución ni a su guardaespaldas, con quien hubiera podido satisfacer mi reavivada curiosidad por aquel personaje.
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