jueves, 11 de noviembre de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXXVI



Cuando entraron en el bar se acercaron, exteriorizando la necesidad de tomar algo fresco, a la mesa donde estábamos nosotros. También les acompañaban algunos compañeros que, seguramente no pudiendo resistir la espera, salieron a su encuentro haciéndose los encontradizos. Le preguntamos a nuestras respectivas parejas cómo lo habían pasado y llamamos al camarero. Estaban contentas y manifestaban su satisfacción por el rato tan bueno que habían pasado recorriendo la ciudad conversando, y también por lo que se habían reído con las ocurrencias de unas y otras. Lina, que también expresó su satisfacción por la tarde que había compartido con ellas, apuntó lanzándoles una mirada de complicidad, y en tono socarrón, que había disfrutado mucho con los temas de conversación que no se suelen abordar en presencia de los varones. Y a continuación, dijo…, bueno, ya sabéis que mañana partiremos para La Habana; esta noche no me quedaré para la cena porque quiero aprovechar, ya que estoy aquí, para visitar a unos amigos y me quedaré a cenar con ellos en su casa. Así que espero que disfrutéis las horas que os quedan en Santiago. Yo, ya me tengo que marchar, mañana nos vemos. Lina se había ganado la simpatía y la confianza de todos. Le dimos las gracias y, después de terminar con los refrescos, nos fuimos dispersando con nuestras respectivas parejas hasta la hora de la cena. Por la noche, nos agrupamos de nuevo los que habitualmente solíamos salir juntos, más un par de parejas que se habían sumado a nosotros, y nos fuimos al centro de Santiago donde nos sorprendió la extensa variedad de representaciones y actos culturales que allí se celebraban en los patios de las casas. Donde se podían escuchar a cantautores de la nova trova cubana, boleros, a poetas recitando, música clásica interpretada por una pianista en un sitio o por un violinista en otro, conferenciantes y obras de teatro; recuerdo que nos llamó mucho la atención que, en uno de aquellos patios, se estuviera representando a Don Juan Tenorio. Aquella noche nos sentimos envueltos en un escenario idílico. Podría ser que todo estuviera organizado, como una puesta en escena, para que los visitantes tuvieran la certeza de que la revolución cubana cumplía con sus postulados, o que simplemente se tratara de una extensa programación cultural sin mayor trascendencia. Cualquiera de las dos opciones era posible. El caso es que si se quería creer en que otro mundo es posible, aquello lo facilitaba mucho, y, todo no tenía por qué ser mentira y tampoco verdad. 

La cultura, en todas sus manifestaciones, ejercía en casi todos nosotros una influencia determinante. No había transcurrido mucho tiempo desde el fin de la dictadura en España, y, después de pasar toda la vida encorsetados a los dogmas y las directrices del Régimen, la avidez por la cultura popular seguía siendo un soporte revelador de la necesidad que teníamos de disfrutar del conocimiento y de las artes en libertad. La negación del slogan “La letra con sangre entra” había sido asumido, de forma incontestable, por casi todas las sensibilidades en nuestro País. Y aquella vieja idea de “Educar para ser libres” era consustancial con la esperanza con la vivíamos el proceso de cambio hacia una democracia; salvando a aquellos que veían como se les había desvanecido definitivamente, después del intento de golpe de estado de 1983, la España de los sables y las sotanas. Los autores prohibidos, la sexualidad, el teatro, el cine, la canción protesta -que ya estaba comenzando a declinar-, la reivindicación del pasado musulmán, la poesía árabe, el rock andaluz, los porros, los libros de Carlos Castaneda o de Hermann Hesse, formaban parte de nuestra revolución afectiva. Más hondo, como un sustento en brasas, vivían en nosotros nuestros poetas vivos, los que habían muerto en el exilio y Federico García Lorca. Paco Ibáñez o Juan Manuel Serrat. Todo eso duró hasta que el crecimiento económico y el consumo terminaron ahogando los fervores y los ideales. Pero hubo más cosas: los pactos para sacar adelante el país, las reivindicaciones salariales, el nacionalismo radical con sus muertes, la reconversión industrial; los empresarios y los trabajadores todavía eran enemigos por falta de perspectiva en ambos casos; la universalidad de la sanidad y la educación. El país estaba vivo, excitado y anhelante, aún coleaban las ideologías y había un marco sólido de actuación, con sus diferencias, que propiciaron los políticos de entonces.

Al comienzo del recorrido se había ofrecido a acompañarnos como guía un joven estudiante. No lo hizo ofreciendo sus servicios, sino que comenzó por entablar conversación después de observarnos y escuchar  los comentarios favorables que hacíamos sobre lo que, en aquellas calles, nos habíamos encontrado por sorpresa. Al darse cuenta de que nosotros asumíamos todo lo que nos decía, se sintió muy motivado porque pensaría que podría obtener alguna recompensa. Estuvo con nosotros casi toda la noche informándonos y hablando de los beneficios de la revolución. No se trataba de un dinamizador oficial sino de alguien que iba por su cuenta y, aunque lo hacía con cierto disimulo, se le notaba que estaba haciendo algo que no estaba autorizado. Fuimos entrando y saliendo de los patios de las casas coloniales, curioseando y consumiendo nuestro tiempo en lo que más nos gustaba, por lo que íbamos disgregándonos y volviéndonos a encontrar unos con otros durante toda la noche. Ya tarde, entramos en un patio donde se podían consumir bebidas y un grupo de tres cubanos cantaban boleros en un ambiente de terraza de verano de los años cincuenta. Ninguno de nosotros habíamos vivido anteriormente aquel ambiente, pero nos era muy familiar de haberlo visto innumerables veces en las películas españolas; aunque no se bailaran pasodobles.  Disfrutábamos de la velada como se suele hacer en este tipo de sitios, de pie escuchando la música de fondo, hablando entre nosotros y con el joven que nos acompañaba; cuando de repente alguien que estaba muy próximo detrás de mí, sin esperarlo, me dijo algo que me dejó desconcertado. Sonaban los boleros en aquel conocido e íntimo lugar. Y recreados en el  ambiente nocturno, entre el numeroso público cubano y extranjero se prodigaban, sin ostentación, las miradas y los besos entre las parejas de recién casados, demostrándose el compromiso y la ilusión en aquél transito hacia una nueva vida en común. Se tatareaba a la par de los músicos, se hacían movimientos con las manos siguiendo las propias sensaciones o se cantaba para uno mismo; al calor de la noche, de la música y las letras de las canciones. -No te creas nada, hombre, yo en cuanto pueda me voy de aquí-. Inmediatamente, giré la cabeza y medio cuerpo hacia atrás para descubrir de dónde venían aquellas palabras. Podría haber dicho: No-te-creas-nada ¡hombre! Yo -en cuanto pueda -me voy -de aquí. También podría haberse expresado así: ¡No te creas nada hombre!, ¡Yo en cuanto pueda me voy de aquí! Podría haberlo dicho de mil formas, pero lo que dijo fue: No te creas nada, hombre, yo en cuanto pueda me voy de aquí. Lo miré unos segundos a la cara y al girar de nuevo la cabeza hacia delante, bajé la mirada recorriendo su fisonomía. Era un mulato que, con los brazos cruzados, estaba dejado caer de medio lado sobre la pared. No era un policía, que nunca veíamos, no era un campesino ni tenía aspecto de ser un trabajador manual; vestía con ropa sencilla, como todo el mundo, pero cuidada. Estaba allí escuchando cantar boleros y no pretendía convencer a nadie. 

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