jueves, 25 de noviembre de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXXVIII


Mi abuelo compró una casa, a final de los años cuarenta, al lado de donde vivía cuando le ocurrió lo de 1936. La casa la habitaban en régimen de alquiler ocho familias más, como era lo habitual en aquellos años en los que se compartían los hornillos de carbón, los lavaderos y las azoteas. En aquella casa también tuvo su parte mi padre y su hermana cuando se casaron. Allí nací yo y también todos mis hermanos. Uno de los vecinos que vivía en dos habitaciones con su mujer y dos hijos, lo recuerdo vagamente porque murió siendo yo muy chico, era una persona que casi no hablaba con nadie, pero que a los niños, cuando se cruzaba con alguno, siempre los nombraba por su nombre en diminutivo sin decirle nada más: Pepito, Juanito… Los vecinos cuando hablaban de él se compadecían con voz desconsolada, guardándole mucho respeto, por la experiencia que este hombre tuvo que afrontar años atrás. Trabajaba de chofer con una camioneta, que no era de su propiedad, y cuando saltó el Movimiento tuvo que realizar muchos traslados con los fusilados; víctimas del desorden y de la brutalidad. Eran buenos vecinos, pero reservados; parecía que llevaban una vida quebrantada, como si sobre ellos hubiera recaído el duelo de todas aquellas victimas que el padre tuvo que transportar. A final de los años setenta coincidí con uno de sus hijos. Había trabajado unos años en Inglaterra y de vuelta a España consiguió un puesto en un departamento de la empresa donde yo trabajaba. Era una persona formal, algo más que cumplidora de sus obligaciones, y tenía una caligrafía muy original y bonita. Lo traté a diario durante más de veinte años y era una de esas personas a las que he podido identificar, con el paso del tiempo, como buena. De vez en cuando se irritaba con algunas de las cosas que le pasaban, pero entonces para compensarse, solía soltar unos tacos muy genuinos de elaboración propia, que eran seguidamente superados por un noble y perseverante espíritu con el que siempre afrontaba la adversidad. Era divertido fuera del trabajo, no era ajeno a nada y no era creyente, pero tenía en la cabeza algunas pequeñas cosas importantes, y asumido en el corazón una condición delicada y generosa; exenta de cualquiera de las formas de las que se puede revestir la malevolencia.

Nos anunciaron que el avión se retrasaría unos cuarenta minutos y pronto despegaríamos hacia nuestro destino. Nos sentamos en los bancos de la sala de espera y Germán dijo: Tenemos tiempo para hablar un rato, cuéntame lo de tu experiencia institucional. Tiene que ver con mi tío, le dije. Pero, primero te tengo que contar una anécdota suya, porque siempre que lo menciono me acuerdo de ella, y me gusta contarla. Se marchó a Francia después de casarse, estuvo unos años y volvió a Madrid donde trabajó mucho tiempo antes de volver a París. Conducir no era una actividad que le gustara especialmente, pero como obtuvo el carnet de conducir en Francia cuando estuvo la primera vez; la antigüedad era un buen aval para suponerle una gran experiencia al volante y no tenía dificultad para encontrar trabajo. Allí trabajó de chofer y ayuda para un Conde. El Conde ya era mayor, soltero, y salía poco, por lo que no tenía que conducir demasiado. Un día de invierno lo llevó a la casa de campo, a las afueras de París, en un vetusto Rolls Royce. Hacía las cosas que no le entusiasmaban con premura, como si temiera que la vida fuera a jugársela de nuevo sin margen alguno. Cuando caminaba parecía que corría, comía rápido y dormía la siesta en pijama. Las comidas o las cenas de diario eran un preámbulo para enseguida guarecerse y volver a reencontrarse. Vivió con interés y con conocimiento de todo lo que le gustaba. De joven fue mozo de espadas de Rafael de Paula, cuando el genial matador comenzaba de novillero, y hacía un cante de Cádiz con un ángel grande, cuando decía… Y mi pare no me quiere/Y mi mare no me quiere/Y a mí no me quiere naide. Lo cantaba con una gracia que hacía estallar los hechizos; como decimos nosotros: para tirarse al suelo. Era primo de mi padre, y su familia vivía en la misma calle donde fueron a buscar a mi abuelo. Ambos sentían el cante hondo con amplitud, y eran largos y profundos. Agujetas El Viejo fue un gran creador e iniciador de una saga de cantaores gitanos puros. Tuve la experiencia de conocerle en el bar Los tres Reyes, un lugar de encuentro de comerciantes y pescaderos, muy próximo a la Plaza de Abastos. Aquel día, mi padre le escuchaba cantar, serían las cuatro de la tarde, y salvo el dueño y yo no había nadie más en el bar. No sé por qué, pero yo estaba allí con mi padre. Aquel hombre más que cantar decía cosas que yo no entendía. La melodía del cante la llevaba dentro la palabra, los ritmos eran discontinuos, pausados y  acallados. Muy difícil de entender, y más para un niño. Mi padre me dijo: Escucha esto, este hombre es un genio, dice unas cosas… Yo me daba cuenta cómo le llegaban aquellas palabras, como si le estuvieran rompiendo por dentro, cuando me decía… ¡Acuérdate!  ¡Escucha!

Aquel día cayó una gran nevada y el coche se atascó camino de la casa de campo. Los que le conocíamos podíamos imaginarlo dándole marcha al coche hacia delante y hacia atrás girando el volante hacia un lado y hacia el otro, bajándose y subiéndose una y otra vez repitiendo las maniobras con voluntad, pero sin salir del atolladero, y el coche cada vez más afianzado en la nieve. Ya fatigado y sin la posibilidad de poder pedirle ayuda a nadie, se le iría incrementando la inquietud al no lograr desatascarlo. Al ver el Conde, que no conseguía sacarlo de allí, le dijo: “¡Francisco, la pala!, ¡Coja usted la pala!”. Y mi tío, que ya estaría descompuesto, le dijo: “¿La pala?, ¡la pala la va a coger usted, con los huevos si quiere, monsieur!” Cogió la bufanda y se fue andando, como él solía hacerlo, dejando al Conde dentro del coche a mitad de camino. -Germán se partía de la risa-. Entró en la primera casa que encontró y llamó por teléfono para que fueran a rescatar al Conde. Menos mal,  porque si lo hubiera dejado a su suerte habría corrido el riesgo de congelarse. Esta anécdota, él no solía contarla, pero cuando lo hacía no la consideraba una experiencia graciosa o de la que se sintiera orgulloso, ni mucho menos, porque el gesto de la pala para él superaba cualquier consideración. Al margen de convencionalismos y de sus propios intereses, porque como es lógico no volvió a trabajar para el Conde. Aquel plante se debió a un impulso inevitable porque andaba sobrado de argumentos y sólo él sabía como interpretarlos. Su padre fue cocinero y, es difícil que siendo cocinero le hubiera hecho daño a nadie o que incluso fuera un revolucionario, estaba bien considerado y era querido por todo el mundo, pero un día también fueron a buscarlo porque estaba afiliado a un sindicato. Fue alertado por un vecino de que estaban haciendo detenciones en otras casas próximas y corrió a esconderse. El lugar que encontró más idóneo para hacerlo fue en los lavaderos de uno de los dos patios que tenía la casa y se ocultó como pudo debajo de una pila de las de entonces. Cuando llegaron, preguntaron por él y entraron en la vivienda. Al ver que no se encontraba allí interrogaron a su mujer. Ella les dijo que no estaba, que no había venido. Entonces dijeron que sabían que estaba allí y comenzaron a interrogar uno a uno a todos los vecinos. El miedo lo delató. Se lo llevaron y nunca volvió. La familia la componían cuatro hermanos y él era el más pequeño, tendría dos o tres años cuando ocurrió aquello; unos meses más tarde murió la madre.

Sabía de cante y conocía las glorias y desventuras de los artistas que ya eran grandes en los años cincuenta y de los que comenzaban a serlo, porque trabajó en Madrid en Los Canasteros, el tablao flamenco de Manolo Caracol, durante su época más gloriosa. En Madrid fue un referente para muchos amigos, conocidos o recomendados que llegaban a la capital por primera vez. Y le consiguió la penicilina a un amigo jerezano que cumplía condena, como preso político, en Carabanchel. Una vez le pegunté, Tito: ¿Quiénes era los rojos? Y el me respondió apasionado: ¡Que no eran los rojos!, ¡que eran republicanos! No quiso decir nada más ni yo le insistí porque se me encogió el corazón con aquella respuesta tan sentida y categórica. Aquello fue todo. Entonces no entendí nada, pero fue suficiente para tener la certeza de que “los rojos” no podían ser los malos y que había más cosas que debía descubrir por mi cuenta. -Germán dijo: Para que a uno se le graben las cosas no son necesarias muchas palabras, tiene más que ver cómo se dicen y la carga de verdad que llevan-. Pues, esa fue la segunda parte de mi referencia política a la que yo califico como institucional, Germán.

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