Si en un asentamiento humano sólo
existiera una calle, no sería necesario ponerle nombre, pero si hay más de una
es obligatorio identificarla. Antiguamente se reconocían con el nombre de la
actividad que se realizaba en la misma, por el trazado o por la denominación
popular.
Con
el tiempo, se les fue asignando nombres de personas prestigiosas que, por sus méritos,
merecían la gratitud de sus coetáneos y de las generaciones venideras; aunque
siempre existió la posibilidad de que se infiltrara el nombre de alguien menos
deseable que el de una planta o una flor.
Está
bien que las calles lleven nombres de personas honorables, y, si el agradecimiento
no se le hizo en vida es mejor enmendarlo con menos prisas. Porque, últimamente,
prolifera la práctica de merecer tajada efímera de la solicitud de una calle
para tal o cual personalidad. Y en otros casos, dependiendo del poder o la
presión que ostenten, que no el asiento, lo consiguen con rapidez. Así hoy, nos
encontramos con nombres de personas, que se merecen ese honor, en distintos
tramos de la calle Mariñiguez; lo que es un despropósito formal y estético.
Si
el afán por el reconocimiento los arrastra, o es el miedo quien se apodera de
ellos, porque temen que sus reconocidos caigan en el olvido: inciertos serían
los méritos, o dudosas las intenciones de los paladines. Que más interesados en
su gloria que en la del difunto, suplican por enterrarlo, dos veces, lo antes
posible.
SALUD
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