Sin que nadie lo declarara abiertamente, se podía apreciar cierta preocupación en las caras del grupo de comensales, como si internamente cada uno tuviera la necesidad de salir corriendo hacia sus habitaciones para asegurarse de que no le había ocurrido algo parecido. Aun así, todos esperamos pacientemente a que llegaran los postres. Recuerdo que, en cierto momento, alguien comentó haber escuchado que en la Isla se estaba extendiendo la afición de sustraer la ropa interior femenina en los hoteles: al parecer, la lencería era un lujo íntimo muy deseado y nada fácil de conseguir, por lo que alcanzaba un alto precio en el mercado negro.
No es difícil imaginar lo que significa para una sociedad con un nivel de vida de subsistencia generalizada poseer esas lujosas prendas de encajes, hechas de raso o seda y con colores y formas de lo más variado y sensual, sobre todo teniendo en cuenta el temperamento que genera un clima tan generosamente carnal como el que se disfruta en Cuba. Tal vez para ocultar nuestra inquietud, las bromas y comentarios sabrosos en referencia al cargamento de lencería fina que íbamos a poner en el mercado negro no se hicieron esperar. Eso sí, creo poder asegurar que siempre en un tono de máximo respeto. Y si alguien pensaba lo contrario, supo disimularlo.
Tras la comida, y después de una intensa mañana por las calles de la Habana, nos dispersamos buscando cada cual su merecida siesta al amparo del aire acondicionado. Fue entonces, ya dentro de la habitación del hotel y con la vista perdida en el ventanal, cuando se confirmaron nuestras sospechas y echamos en falta aquellas apetitosas prendas, incluyendo las que habíamos puesto a tender en la terraza, y que, probablemente, debieron de servir como reclamo y enseña de nuevos residentes.
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