De camino a la Isla, de madrugada, el avión hizo escala en Terranova (Canadá: los árboles, los lagos, el rojo vivo de la policía montada, la nieve), había poca luz y el aeropuerto estaba cubierto de hielo. Fueron dos horas para repostar, tomar algo caliente o comprar un pequeño recuerdo en la tienda de souvenirs. Poco más pude ver o hacer durante mi breve estancia en ese País. Pero el tiempo que estuve en aquella nebulosa terminal, era lo de menos, porque para mí Canadá era una tierra mítica, un lugar de leyendas cuya evocación, a través del cine y de los libros, había llenado mi juventud; y ahora, aunque solo fuera por unos instantes, yo estaba allí.
Después de la experiencia del desayuno en el hotel Habana Libre, tenía por delante un universo nuevo que descubrir y deseaba formar parte de él. Por eso no desaproveché ninguna posibilidad para preguntar, ninguna oportunidad para comunicarme con todas las personas con las que tuve contacto y con otras muchas a las que abordé con entusiasmo, porque me sentía, abiertamente, compañero.
Recuerdo muy bien, y recordaré siempre, las caras de casi todos los cubanos a los que traté: sus sonrisas, el talante sereno, la amabilidad y la tristeza de aquellos que resignados me miraban sin atreverse a decir ¡No seas tan ingenuo! Poco tiempo después comprendí por qué callaban y escuchaban con paciencia contenida mi adhesión a los valores de la revolución, cuando, para cada uno de ellos, su único interés siempre era conocer cómo vivíamos nosotros aquí y qué cosas materiales disfrutábamos. Pero mi empatía con la causa de la justicia social me llevaba de manera inconsciente a desmitificar la sociedad de donde yo venía; ese mundo que por un precio ridículo me había permitido hacer de turista experimental para hablarles de política o de romanticismo, al hilo de unos versos de Nicolás Guillén, que no podían ser más apropiados para la ocasión, y bellos para la canción que en aquellos días cantaba con voz limpia, comprometida y lúcida, Pablo Milanés: “De qué callada manera/ se me adentra usted sonriendo/ como si fuera la primavera/ (Yo, muriendo)”.
Después de la experiencia del desayuno en el hotel Habana Libre, tenía por delante un universo nuevo que descubrir y deseaba formar parte de él. Por eso no desaproveché ninguna posibilidad para preguntar, ninguna oportunidad para comunicarme con todas las personas con las que tuve contacto y con otras muchas a las que abordé con entusiasmo, porque me sentía, abiertamente, compañero.
Recuerdo muy bien, y recordaré siempre, las caras de casi todos los cubanos a los que traté: sus sonrisas, el talante sereno, la amabilidad y la tristeza de aquellos que resignados me miraban sin atreverse a decir ¡No seas tan ingenuo! Poco tiempo después comprendí por qué callaban y escuchaban con paciencia contenida mi adhesión a los valores de la revolución, cuando, para cada uno de ellos, su único interés siempre era conocer cómo vivíamos nosotros aquí y qué cosas materiales disfrutábamos. Pero mi empatía con la causa de la justicia social me llevaba de manera inconsciente a desmitificar la sociedad de donde yo venía; ese mundo que por un precio ridículo me había permitido hacer de turista experimental para hablarles de política o de romanticismo, al hilo de unos versos de Nicolás Guillén, que no podían ser más apropiados para la ocasión, y bellos para la canción que en aquellos días cantaba con voz limpia, comprometida y lúcida, Pablo Milanés: “De qué callada manera/ se me adentra usted sonriendo/ como si fuera la primavera/ (Yo, muriendo)”.
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