Estuve en Cuba antes de que Carlos Cano cantara la habanera de Antonio Burgos “La Habana es Cádiz con más negritos; Cádiz es la Habana con más salero. Eso mismo fue lo primero que sentí cuando pisé la Habana: ¡Esto es Cádiz! Fueron quince días de turismo vacacional (el viaje de novios), y de incursión a una utopía a la que sólo se puede uno abrazar cuando se tienen veinte y pocos años, y virgen la ilusión. El desayuno del primer día en el salón americano del hotel Habana Libre fue mi primera experiencia gastronómica conocida como “desayuno buffet” y del que, sobre todo, me impresionó el colorido de las fastuosas pirámides de frutas tropicales y de huevos duros iluminados por los brillantes destellos de las arañas de cristal que colgaban inmóviles del techo. Todo aquello impresionaba a cualquiera que no estuviera acostumbrado, como era mi caso, a entrar en un plató de Blake Edwards.
Aquel año de 1985 se cumplían casi treinta años de la llegada al poder de Fidel Castro a Cuba y, como decía Carlos Puebla, "Mandó a parar". Parecía que el tiempo se había detenido, y eso también era una buena razón para creer. Transcurría el mes de Enero (allí es verano), y el calor de los primeros días en la Isla era asfixiante pero llevadero, quizás por las vibraciones del momento y el trato contagioso con aquella gente que tenía una forma de ser tan parecida a la nuestra, y porque su lenguaje era el mío, el mismo que yo había escuchado en la infancia. Las palabras que los cubanos usaban y que yo había ido olvidando o sustituyendo por otras de origen anglosajón o más moderno, me hacían sentir una emoción tan sincera, que supuso un reencuentro con la naturaleza de mis orígenes, que en aquellos años parecían diluirse con las expectativas de progreso que vivíamos en nuestro País; y por el encantamiento de Bob Dylan.
Aquel año de 1985 se cumplían casi treinta años de la llegada al poder de Fidel Castro a Cuba y, como decía Carlos Puebla, "Mandó a parar". Parecía que el tiempo se había detenido, y eso también era una buena razón para creer. Transcurría el mes de Enero (allí es verano), y el calor de los primeros días en la Isla era asfixiante pero llevadero, quizás por las vibraciones del momento y el trato contagioso con aquella gente que tenía una forma de ser tan parecida a la nuestra, y porque su lenguaje era el mío, el mismo que yo había escuchado en la infancia. Las palabras que los cubanos usaban y que yo había ido olvidando o sustituyendo por otras de origen anglosajón o más moderno, me hacían sentir una emoción tan sincera, que supuso un reencuentro con la naturaleza de mis orígenes, que en aquellos años parecían diluirse con las expectativas de progreso que vivíamos en nuestro País; y por el encantamiento de Bob Dylan.
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