Al día siguiente por la mañana, antes del desayuno, me encontré con el profesor catalán en el patio del hotel. Me pareció verlo un tanto intranquilo, como si tuviera la necesidad de compartir algo. Después de intercambiar con él unas palabras de aproximación, salió a colación la charla de la noche anterior durante la cena y la postura que había tenido Lina al exponernos aquellas reflexiones. Pero por el modo en que se desenvolvía, paseando con las manos en los bolsillos y girando de cuando en cuando sobre sí mismo con un semblante entre calculador y pensativo, me pareció como si tuviera la necesidad de contar algo que no se atrevía a compartir. Al poco, se nos unieron un par de compañeros más, hicimos un pequeño corro y la charla derivó en asuntos más triviales, como suele suceder en estos casos. Hasta que, inopinadamente, el profesor catalán susurró: “He pasado la noche con la chica de Pinar del Río”.
El profesor catalán era un hombre de mediana edad, cercano a los cincuenta años, por lo general comedido y poco hablador. No era ni alto ni bajo, lucía una barba poco poblada y usaba unas gafas que le ayudaban a disipar la timidez; por sus formas podía pasar desapercibido. Pero a éste hombre de apariencia corriente le había ocurrido algo extraordinario, y tenía la necesidad de compartirlo. La noticia dio paso a las felicitaciones de rigor, que el profesor recibió con cierto agrado, aunque sin llegar a mostrar abiertamente ningún signo de autocomplacencia. No, eran sin duda otros los pensamientos que rondaban por su cabeza. Y yo, en principio, lo achaqué a que aquella inesperada aventura lo tenía, por decirlo así, un poco trastornado.
De cualquier forma, su estado de nerviosismo nos pareció a todos absolutamente comprensible. Cualquiera en sus circunstancias hubiera ido saltando por los tejados, de casa en casa, hasta llegar a La Habana. Y más para un hombre recién divorciado, que se había unido a un grupo de jóvenes parejas en su viaje de novios. Tal vez por eso nos sorprendió aún más conocer la verdadera causa de su inquietud. Al parecer, el origen de su angustia radicaba en el hecho de que aquella hermosa mujer sólo le había pedido que le regalara unos pantalones americanos.
Puede que al profesor le pareciera insignificante el precio de aquella petición, y que eso dañara su autoestima. O tal vez se sintiera culpable por aprovecharse de la situación. Nosotros desconocíamos el preámbulo y las condiciones en las que se materializó aquella relación, pero no tuvimos dudas sobre qué parte consumó la seducción. En aquellos años, el valor de unos jeans en Cuba trascendía el precio de la prenda misma para convertirse en ese tipo de objetos simbólicos que reflejan el sueño imposible, los anhelos de mejora de una chica normal. Y, por extensión, de todo un país.
Después de compartir con el profesor catalán nuestras opiniones sobre aquella inesperada aventura, su actitud comenzó a ser más relajada, como si se hubiera reconciliado consigo mismo, y nos dirigimos al comedor donde nos encontramos con nuestras respectivas parejas para desayunar. Allí nos esperaban Lina y su joven compañera en Pinar del Río, que se despidió definitivamente de nosotros.
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