sábado, 29 de noviembre de 2014

Lo que son las cosas



A mediados de los años setenta cuatro jóvenes hablaban de política en el interior de un Renault 4L que hacía el habitual recorrido para ir dejando a cada uno de los ocupantes  lo más cerca de sus casas.
Ya tarde, en la parada de mayor duración que se hacía para dejar al primer viajero, aún se respiraba en el ambiente de aquel coche prestado la hipnosis creada por las canciones de Françoise Hardy, Engelbert Humperdinck,  Donna Hightower o Simon and Garfunkel que durante el baile dominical sonaban una detrás de otra, de forma automática, a través a un mástil metálico que permitía apilar varios LP´s.  Los vinilos bajaban directamente al plato del tocadiscos en el momento justo en que finalizaba el que se estaba escuchando. El  sonido preciso que hacía aquel mecanismo, íntimo y agradable,  le daba a la velada un aire de evolución y modernidad.

En aquellos años ya circulaba El libro rojo de Mao que la editorial Bruguera había publicado  con tapa blanda de color rojo vivo y una foto de Mao Tse –Tung en blanco y negro. Aunque en la imagen de la portada, el Gran Timonel  tenía un semblante de abuelo afectuoso, con los ojos parecía que te estaba diciendo: ¡no te resbales! En general aquel libro causaba tanto misterio como respeto.

Yo era uno de los que estaban en el coche hablando de política. Creía que los rusos eran todos cultísimos y me imaginaba que tenían las casas llenas de estanterías repletas de libros y un sillón de tela con orejeras. En realidad mi ideario político se limitaba a tener cierta conciencia de que aquella sociedad en la que vivíamos era un poco gris, que el General había sido de pluma rápida y no se cortaba firmando en la guerra y en la paz, y que el miedo a hablar era dueño del estómago.

Mi compañero que llevaba la voz cantante conferenciaba sobre la dictadura del proletariado, la revolución cultural y sobre más cosas que eran para mí novedosas y agitadoras.  Me sentía empapado por la ilusión genuina de la juventud y también porque estaba descubriendo que existía un mundo mejor y posible. Al mismo tiempo que me abrigaba la candidez de aquellas canciones que había estado escuchando o bailando con cierta concentración y cadencia: la lucha de clases, la injusticia o la represión que el pueblo estaba sobrellevando,  peleaban para imponerse al romanticismo o a las costumbres burguesa. Según se decía. Pero cada cosa, por sí misma, de forma casi inevitable seguía su propio camino.
Siempre en toda reunión, concentración política o de otra índole, hay alguien que está más autorizado y es más efectivo. También en aquella época siempre había alguien que era más radical que nadie. Hasta el punto que si se daba una vuelta de campana caía de pie sin la menor duda. Pero este no es el caso de mi amigo que llevaba la voz cantante, no llegaba a tanto, y con el tiempo se fue refrenando hasta sucumbir en los brazos de una moderación inconformista con casi todo.

El caso es que yo debí decir algo impropio cuando mi amigo me interpeló con energía, y casi con cierto desdén, diciéndome que yo era “un socialdemócrata”. No recuerdo nada de lo que había dicho, quizá porque después de haber cometido un desaguisado ideológico, lo borraría de mi memoria,  pero a cambio cargué durante unos años con aquel perfil político de “socialdemócrata”, como si fuera  algo negativo. Hasta que con el tiempo se fue convirtiendo en una convicción políticamente reconciliada y estable.

Unas décadas más tarde (en concreto, hace unos días), me encontré con otro amigo y compañero del colegio, activista en una de las organizaciones, en la actualidad, emergentes. Empezamos a hablar de la situación que estamos viviendo y derivamos hacia las propuestas de transformación y cambio que se están cristalizando. Estábamos de acuerdo en algunas cosas y en otras yo le manifestaba mis incertidumbres e interrogantes, cuando me interpeló con energía, y casi con cierto desdén, diciéndome: ¡sé “social-demócrata” no seas “social-liberal”!

No pude evitar que me brotara una leve sonrisa. Y con un movimiento de cabeza le di la razón y también la mano para despedirme. Lo que son las cosas. ¡Qué tiempos aquellos!


SALUD

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