En relación al valor que se concede a la vida humana, siempre he tenido presente aquel aforismo de Stalin que produce escalofríos: “La muerte de una persona es una tragedia, y la muerte de un millón, mera estadística”. Igualmente me he preguntado sobre la incidencia que tiene en la compasión, que una víctima transmita alguna señal de dolor o no lo haga: como podría ser el caso de los corderos, los peces o los cerdos (aunque todos tengan ojos). Y en el caso de las plantas que dicen que crecen más y son más hermosas si se les habla o se les pone música, ¿sufren si se les corta su vida natural?
También me cuestiono si depende nuestra piedad, para con los seres vivientes, de la sensibilidad que tenemos los humanos según nuestros hábitos culturales, de supervivencia o de la alta conciencia que estamos alcanzado de nuestra especie. Si se tratara de esto último, ¿estarán desarrollando los vegetarianos una especie humana mejor que la que estamos haciendo los omnívoros?
He dicho todo lo anterior porque no se me ocurre nada mejor, después de haber leído estos días unos artículos magistrales en defensa de la tauromaquia y, también en contra de ella, aunque siempre me identifique mucho más con aquellos razonamientos que se sitúan en el entorno de lo humanamente reconocible. Uno de esos artículos lo escribió hace unos años, Mario Vargas Llosa y lo titulaba: “La última corrida” como respuesta, en aquel momento, a la decisión del Ayuntamiento de Barcelona de declarar a la ciudad condal anti-taurina y como preámbulo a una futura prohibición.
No voy a relatar aquí, los argumentos que todo el mundo conoce en defensa de la tauromaquia, pero cómo me gustaría, aunque fuera sin toro, que los prohibicionistas se ataran los machos. Como decía el otro día, Almudena Grandes, yo tampoco voy a intentar explicarles eso, no teman.
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