Quisiera con esta columna hacerle un pequeño homenaje a Vicente Ferrer por haber sido un hombre bueno para el hombre. Esta persona venerable, que luchó como soldado en la Batalla del Ebro en las filas republicanas, que fue misionero de la Compañía de Jesús, que implantó medidas económicas al servicio de los excluidos, que supo completar el ciclo del amor (su religión), consolidándose como un ejemplo de humanidad que pone de acuerdo a todo el mundo, no se merece el silencio de la Iglesia. Se merece (no se lo voy a pedir al Papa) que un cardenal, un obispo o un párroco de pueblo, generosamente, le dedique una homilía o una humilde esquela donde se le reconozca la condición de persona útil para hacer el bien. ¿Honrarlo no sería un buen ejemplo?
Tampoco puedo dejar de recordar la demostración de integridad que hemos recibido estos días como consecuencia del último crimen en el País Vasco. Ojalá nunca hubiera ocurrido que, por un motivo tan infame y doloroso como el asesinato de su marido, una persona corriente y anónima como Paqui Hernández, esposa del inspector de policía Eduardo Puelles, hubiera tenido que demostrar públicamente hasta qué punto el ser humano tiene valor y capacidad para asumir con dignidad un trance tan difícil. El comportamiento de esta mujer sobrepasa el orden habitual en el que estamos malacostumbrados a desenvolvernos y empequeñece todo lo que no contenga una verdadera magnitud de grandeza y coraje. Igual ocurrió con la madre de una de las víctimas del 11M, Pilar Manjón, cuando habló, contenida de dolor paciente pero con mesura y lucidez, ante la comisión del 11M en el Congreso de los Diputados.
Este tipo de voces conmovedoras, que están más allá del sufrimiento o el rencor, y que son un ejemplo de dignidad, nos enriquecen como personas y como ciudadanos, y son el regalo más valioso que podemos recibir; y esa debe ser también su recompensa. Porque sin perder el ánimo pero exigiendo justicia, ¿acaso estas personas no se sitúan con su conducta en la cúspide del género humano?